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Paolo Prodi

Una historia de la justicia

De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho


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Prólogo

Para no ser tomados de inmediato por locos, resulta indispensable explicitar del modo más inequívoco posible, frente a una temática tan enorme y vasta, el objeto específico de investigación y de reflexión, las hipótesis iniciales, el método que se pretende seguir y la meta deseada. Según creo, el título puede aportar, en términos acaso algo brutales pero claros, el sentido del rumbo que tomaremos al hacer referencia a la obra más célebre y discutida de la última mitad del siglo en la reflexión acerca del derecho, A theory of justice, de John Rawls. No se cuenta entre mis capacidades ni entre mis intenciones presentar una teoría de la justicia sino sólo tentar una reflexión histórica acerca del modo en que se vivenció y se pensó la justicia dentro de nuestro mundo occidental, a partir de una "tradición" que forma parte de nuestro patrimonio cultural y que acaso ahora esté llegando a su ocaso, pese a toda brillante invención teórica. Por ende, el mío es en sentido estricto un abordaje histórico que no quiere aportar clave interpretativa alguna sino únicamente plantear problemas. De hecho, el historiador no proporciona soluciones, pero puede ayudar a comprender cómo sucedieron las cosas en el pasado y cómo éstas condicionan, a menudo de modo inconsciente, nuestro presente: entonces, también puede ayudar a evitar diagnósticos errados o ilusorios, con los consiguientes errores en la prescripción de terapias. Si no pretendo ser capaz de articular una teoría de la justicia, tampoco soy tan presuntuoso como para arrogarme la elaboración de una historia de la justicia a lo largo de algunos cientos de páginas: sólo puedo ambicionar presentar algunos elementos o jirones de esa tradición que parecen más bien soslayados en el pensamiento actual.
El punto de partida fue la reflexión -a la que volveremos después, en las últimas páginas- respecto de la actual crisis del derecho: en el momento en que el derecho positivo tiende a normar toda la vida social permeando todos los aspectos de la vida humana, que hasta nuestros años se basaban sobre distintos niveles de normas, osifica a la sociedad misma y se autodestruye, porque le quita a ésta el talante que le es indispensable para subsistir. Según intuye Jacques Ellul, estamos asistiendo al suicidio del derecho en las jornadas de su mayor triunfo. Por lo tanto, también constituyen el punto de partida las últimas páginas del volumen anterior, Il sacramento del potere. Me impulsó a esa indagación el convencimiento de que las raíces de la crisis actual deben buscarse no tanto en el no funcionamiento de las reglas, específicamente de las normas constitucionales, sino más bien en la decadencia del fundamento mismo del pacto político que a lo largo de los siglos posibilitó el crecimiento del Estado de derecho, liberal y democrático, que constituye la experiencia única de Occidente dentro del marco de la historia de las civilizaciones: un equilibrio dinámico entre el nexo sacral del juramento y la secularización del pacto político, fruto del dualismo entre poder espiritual y poder temporal madurado en el contexto del cristianismo occidental. Ese equilibrio es lo que permitió construir las modernas identidades colectivas de patria y nación, conciliándolas con el desarrollo de los derechos del hombre. Sería muy simple si pudiéramos concebir el Estado de derecho como una conquista definitiva que defender sólo contra ataques externos, como pudieron parecer en nuestro siglo -en una historiografía impostada- los regímenes totalitarios. En realidad, el mal siempre está dentro de nosotros, y aun en los regímenes democráticos más avanzados la amenaza proviene en cierto modo desde el interior, de la tendencia a sacralizar la política; simultáneamente, se pierde de vista aquel dualismo entre esfera del poder y esfera de lo sagrado (pensemos en los actuales movimientos fundamentalistas de todo tipo) que constituyen la base de nuestra vida colectiva. Entonces, al llegar a la conclusión, escribía que "la democracia y el Estado de derecho de que nos ufanamos no son la conquista estable y definitiva de los últimos dos siglos sino el punto de llegada, siempre provisorio e incierto, de una senda tanto más larga: debemos saber transmitir a los nuevos pueblos (también debemos exigirlo de ellos) no sólo el respeto por las técnicas y los mecanismos del sistema democrático, sino, en primer lugar, el espíritu de dualismo, el humus que engendró dichos mecanismos y técnicas".
En los últimos años mi reflexión se extendió al ámbito de los órdenes jurídicos. Actualmente no sabemos siquiera -en el presente proceso tempestuoso de globalización- dónde se consumaron algunos delitos: va decayendo el principio, fundamental en el orden de los últimos siglos, de territorialidad de la norma. Las nuevas temáticas relativas al ambiente y a la bioética (basta aludir a las manipulaciones genéticas) no parecen mínimamente controlables dentro del esquema tradicional forjado en la era de las codificaciones. En cambio, el Estado reaccionó llevando al paroxismo la producción de normas jurídicas: así, el derecho positivo desarrolló dos características por completo anómalas con respecto a la tradición jurídica de Occidente, pervasividad y autorreferencialidad. Con la primera invadió cada vez más territorios previamente sustraídos a la norma positiva: de la vida sentimental al deporte, de la salud pública a la escuela, inmensos sectores de la vida cotidiana que en otra época eran regulados por normas no iuspositivas, sino de tipo ético o consuetudinario, competen al derecho positivo y quedan sometidos a la magistratura ordinaria que aplica artículos e incisos. Pensemos en las querellas que llegan a tribunales acerca de relaciones sexuales en la pareja, entre docentes y estudiantes, padres e hijos, médicos y pacientes, acerca del resultado de competiciones deportivas, entre otras; son, sin excepción, fenómenos impensables hasta hace pocos años. Así, la autorreferencialidad llevó a la ilusión de resolver cualquier problema y cualquier conflicto mediante la norma positiva y la jurisdicción ordinaria: se llega a paralizar a la sociedad, capturada en una jaula, en una red de trama cada vez más compacta, causa no última, además, del fracaso del welfare state. ¿Es posible la supervivencia de nuestro sistema sin aquella pluralidad de disposiciones, órdenes y normas que caracterizó su génesis? En cuanto a su organización, el ideal occidental de justicia -ahora en vías de desaparición- fue resultado de un itinerario mucho más prolongado que el efectuado a partir del Iluminismo y de las codificaciones, y se basa sobre la copresencia de un doble plano de normas: el derecho positivo, la norma escrita, y el plano de las normas que escandieron la vida de quienes nos precedieron en los últimos milenios y regularon la vida cotidiana de nuestra sociedad en su hálito más interior: ethos, mos, lo consuetudinario, ética, moral, como quiera designárselo. El vínculo entre este doble plano de normas constituyó el hálito -desde dentro de la vida a la necesaria objetivación de las instituciones- de toda la cultura jurídica occidental, hálito que mengua cuando la sociedad está normativizada en una sola dimensión.
Con ello, para explicar la crisis del derecho como organización no basta discurrir acerca de la codificación o de las constituciones de los últimos dos siglos: hace falta retroceder aun más, conforme a una historia de larga duración. La ilusión de los iluministas y de los teóricos del Estado de derecho fue creer que habían resuelto las tensiones y las imperfecciones de los siglos anteriores, características de la etapa de gestación del mundo moderno, en un sistema de garantías estables y en cierto modo definitivas según las cuales derecho y ética coinciden, y la modelización del hombre moderno, con sus derechos subjetivos, es el fruto maduro de un nuevo Edén. Acaso meditar respecto de los afanes de esos siglos de gestación pueda ayudarnos a alcanzar una visión de mayor concreción en el vínculo entre el rostro de todos modos siempre demoníaco del poder y el trabajo constante de rescate por parte del hombre. En mi opinión, la investigación acerca de la concepción de la justicia y de las libertades fundamentales, al igual que la referida a la democracia, no puede efectuarse en la dimensión abstracta de las doctrinas sino que debe restituirse también a la dimensión de la experiencia histórica concreta, en nuestro caso, a la encarnación dualista propia del cristianismo occidental.

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