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Kwame Anthony Appiah

La ética de la identidad


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Prefacio

[...] Al trasladarse del campo de la obligación moral al de la realización ética, la reflexión de los filósofos modernos ha retornado a preguntas que absorbieron la atención de los antiguos: preguntas acerca de qué vida deberíamos llevar, que definen una vida bien vivida como algo más que una vida que satisface nuestras preferencias. Una vez que tomamos en serio estos interrogantes, nos vemos obligados a reconocer que las herramientas con que construimos nuestras vidas incluyen muchas formas y muchos recursos provistos por la sociedad: entre ellos, el más obvio es el lenguaje, pero también hay otras incontables instituciones privadas y públicas. Lo que ha resultado ser especialmente enojoso, sin embargo, es el intento de dar cuenta de esas formas sociales que ahora llamamos identidades: géneros y orientaciones sexuales, etnias y nacionalidades, profesiones y vocaciones. Las identidades hacen reclamos éticos porque -y esto no es más que un hecho del mundo que nosotros, los seres humanos, hemos creado- llevamos nuestra vida como hombres y como mujeres, como homosexuales y como heterosexuales, como ghaneses y como estadounidenses, como negros y como blancos. De inmediato comienzan a acumularse los enigmas. ¿Las identidades representan un freno para la autonomía o son ellas las que la configuran? ¿Cuáles son los reclamos justos, si es que hay alguno, que pueden hacer al Estado esos grupos de identidad? Estas cuestiones han cobrado cierta prominencia en la filosofía política de los últimos tiempos. Sin embargo, como espero demostrar, no son más que enunciaciones modernas de preguntas antiguas. Lo moderno es que conceptuamos la identidad de maneras especiales. Lo inmemorial es que cuando se nos pregunta -y cuando nos preguntamos- quiénes somos, también se nos está preguntando qué somos.

En las páginas que siguen me propongo explorar la ética de la identidad en nuestra vida personal y política; pero quiero hacerlo de una manera que tome seriamente en cuenta la noción de identidad desarrollada por James Stuart Mill. En efecto, Mill, que ha pasado a ocupar un lugar central en el pensamiento político moderno por muchas buenas -y algunas malas- razones, será algo así como un compañero de viaje a lo largo de este libro. Será un agradable compañero de viaje -en oposición a un icono que cuelga del espejo retrovisor- no porque acordemos con todos sus análisis, sino porque él se ocupó de muchas de las cuestiones que nos preocupan. Y en tiempos en los que el discurso sobre la identidad puede sonar a mera "moda", él nos recuerda que las cuestiones que presenta ese discurso no son en absoluto ajenas al canon más alto de la filosofía política.
Antes dije que los problemas que analizaremos han surgido en el territorio del pensamiento liberal (si se lo toma como un territorio realmente muy general). Pero, por supuesto, muchos de los teóricos que se han ocupado de esos problemas se inclinan a verlos como un desafío al liberalismo. Les preocupa que el liberalismo nos haya mostrado una imagen del mundo que omite demasiados aspectos. Que los fundadores del canon liberal, tal como lo hemos conformado, no se hayan percatado de las diferencias entre las formas de vida, o simplemente no se hayan interesado por ellas. En especial, se nos ha instado a que desconfiemos del hábito de la abstracción: del discurso que, por carecer de declinaciones para los individuos, no se refiere a seres singulares y situados. Así, se ha afirmado a veces que John Locke y los otros teóricos fundadores de lo que podría llamarse "democracia liberal" vivían en un mundo caracterizado por la homogeneidad, que sus nociones no eran apropiadas para nuestra modernidad multiética. Ahora bien, puede aprenderse mucho del enfrentamiento contemporáneo entre "excluyentes" e "incluyentes": existe algo así como la claridad del campo de batalla. Pero también existe algo así como la confusión de la guerra. En cuanto a mí, sospecho que los recursos conceptuales de lo que se entiende por teoría liberal no están tan empobrecidos. Y que, de todos modos, no toda omisión constituye un pecado.
Porque, claro está, Locke escribía en las postrimerías de una lucha sectaria prolongada y sangrienta; su abstracción no derivaba de la inadvertencia o de la inconsciencia o de una mera vanidad étnica. En los orígenes de la filosofía política moderna, la cuestión de la diversidad estaba lejos de ser marginal: era un asunto prioritario. La exclusión tenía un propósito claro, y ese propósito no era insignificante, sino que apuntaba a hacer posible algo acerca de lo cual los liberales hablan mucho: el respeto por las personas. Y es precisamente en el ámbito del "respeto" donde el hábito de la abstracción que caracteriza al pensamiento liberal muestra su mayor fuerza. El yo lastrado, cargado con la especificidad de sus múltiples lealtades, no es algo que estemos, por regla general, obligados a respetar. No soy el único que duda del imperativo de respetar culturas, entendidas como algo opuesto a las personas; y creo que sólo podemos respetar a las personas en tanto las consideramos portadoras abstractas de derechos. Muchos de nuestros avances en el campo de la moral han dependido de esta tendencia a la abstracción. Tal como observa Peter Railton, "amplias tendencias históricas han impulsado el desarrollo de la generalización en el pensamiento moral", y lo que fomentó tal generalización fue precisamente la serie de desafíos que presenta la diversidad interna. "La tolerancia religiosa, por ejemplo, requiere que veamos las concepciones de los otros como religiones, y no como meras herejías. Ello requiere tomar cierta distancia crítica, no sólo de las convicciones de los demás, sino también de las propias."(5) Decir estas cosas no equivale, por cierto, a dudar del valor de incluir: simplemente equivale a decir que la inclusión debe llevarse a cabo con cautela, y que "más" no significa necesariamente "mejor": si la exclusión era estratégica, la inclusión debe serlo también.
Y es por eso que yo no escribo ni como amigo ni como enemigo de la exclusión. Ninguna de las dos posiciones encierra demasiadas posibilidades de traer a la memoria aquella apasionada declaración de la trascendentalista estadounidense Margaret Fuller: "¡Acepto el universo!", ni la célebre réplica de Carlyle: "¡Caramba! ¡Más le vale!". Igual que con la gravedad, uno puede tener buenas relaciones con el universo, pero no tiene sentido hacerle la corte. En realidad, y en el espíritu de esas advertencias sobre los efectos secundarios que aparecen en los anuncios de medicamentos -esos caracteres microscópicos que causan la misma visión borrosa sobre la cual advierten-, quisiera presentar un descargo. A menudo he hallado útil suplantar el discurso sobre la "raza" o la "cultura" con el discurso sobre la identidad. Sin embargo, debo admitir -a modo de prevención- que el discurso sobre la identidad también puede conllevar una tendencia a la cosificación. Cuando se desarrolla dentro del discurso de la psicología, puede contaminarse de la noción espuria de integridad psicológica (de la que se hacen eco perogrulladas tales como la "crisis de identidad", el "encontrarse a sí mismo" y cosas por el estilo). Cuando se desarrolla dentro del discurso de la etnografía, puede endurecerse hasta convertirse en algo fijo y determinado, una homogeneidad de la Diferencia.(6) De todos modos, no sé muy bien qué hacer respecto de esos peligros, salvo señalarlos e intentar evitarlos.
El lector deberá juzgar por sí mismo si he tenido éxito. En estas páginas, he tratado de enlazar y volcar los pensamientos y escritos sobre ética e identidad que desarrollé a lo largo de la última década. El paso de enlazar ha implicado, inevitablemente, una considerable cantidad de revisión: prolongaciones, disminuciones, retractaciones. El primer capítulo, a modo de introducción, cartografía el terreno, haciendo especial referencia a la individualidad milliana. Es, con toda intención, la parte menos conflictiva del libro: una presentación de cuestiones que, a mi entender, forman parte del sentido común antes de que éste haya sido puesto a prueba. (Además, como muchos otros filósofos, soy de la escuela para la cual lo que huelga decir a menudo da mejores resultados cuando se dice.) El resto de los capítulos llevan el debate a otras áreas: el controvertido dominio de la "autonomía", los debates en torno de la ciudadanía y la identidad, el papel que debe desempeñar el Estado respecto de la realización ética, las negociaciones entre la parcialidad y la moral, las perspectivas que encierran las conversaciones entre las comunidades éticas. Al abordar estas cuestiones normativas, he intentado en gran medida no tomar partido respecto de las grandes cuestiones metafísicas del realismo moral: las cuestiones relacionadas con la importancia ontológica de la distinción entre hechos y valores. En consecuencia, también he intentado mantenerme lejos del análisis explícito de la epistemología moral, aun cuando no cabe duda de que es imposible avanzar sin recurrir a supuestos metafísicos o epistemológicos. Si hay algo que caracteriza a mi aporte, es que siempre parte de la perspectiva del individuo dedicado a hacer su propia vida, reconociendo que hay otros que están involucrados en el mismo proyecto, y que se preocupa por preguntar qué significa la vida social y política para este proyecto que compartimos. Entonces, me interesa hacer hincapié en el hecho de que éste es un trabajo sobre ética, en el sentido especial que he seleccionado, y no sobre teoría política, porque no parte de un interés en el Estado. Más bien, las cuestiones políticas que aborda son las que inevitablemente surgen una vez que hemos reconocido que el deber ético que todos tenemos -hacer nuestra vida- está, de manera ineludible, ligado a los aspectos éticos de la vida de los demás. Es por ello que me propongo analizar algunas de nuestras relaciones sociales más amplias, al igual que algunas de nuestras, más restringidas, relaciones políticas. Y es también por ello que finalizo con una exploración de cuestiones que nos llevan, más allá de los asuntos relacionados con la política nacional, a preocupaciones globales más abarcadoras: esos otros cuyos proyectos éticos nos importan no son sólo nuestros conciudadanos, sino también los ciudadanos del resto de las naciones del planeta. Comencé con un análisis del liberalismo, que es una tradición política: pero lo hice porque creo que algunos de los supuestos éticos de esa tradición son profundamente correctos, y no porque mi preocupación principal sea la política.
Sin embargo, el último descargo que presento -y quizás el más contundente- está dirigido a aquellos que buscan orientación práctica, recomendaciones específicas acerca de qué leyes o qué instituciones serían las más apropiadas para sanar nuestras dolencias sociales y políticas. Desafortunadamente, soy un pésimo médico: me interesan los diagnósticos -la etiología y la nosología- pero no las curas. Si lo que el lector necesita es un programa, una lista de acciones para llevar a cabo, mi consejo práctico es que busque en otra parte.
En efecto, lo que ofrezco aquí tiene más espíritu de exploración que de conclusiones. Una de las grandes figuras de la economía de principios del siglo XX -¿no lo fue acaso Arthur Cecil Pigou?- admitió que el propósito de su disciplina no era brindar luz, sino calor. Con ello quiso decir que su disciplina, más que limitarse a ser esclarecedora, era útil. A pesar de que me gustaría iniciar alguna que otra discusión, no se puede contar con que las exploraciones que siguen brinden demasiado calor, si es que brindan alguno: mi propósito ha sido arrojar alguna luz, aunque no sea potente ni plena. Invariablemente, la filosofía es más eficaz en la formulación de preguntas que en la de políticas. No apunto a ganar conversos, y no me preocupa demasiado que el lector concuerde con todas las opiniones que aventuro: ni siquiera podría asegurar que yo lo hago. Determinar de qué manera extraeremos algún sentido de la relación entre identidad e individualidad -entre el qué y el quién- es, como ya he señalado, el tema de una conversación que ha atravesado media historia. Simpatice o no el lector con mi enfoque, abrigo la esperanza, al menos, de lograr convencerlo de que se trata de una conversación en la que vale la pena participar.


NOTAS
5. Peter Railton, "Pluralism, determinacy, and dilemma", Ethics 102, Nº 4, julio de 1992, p. 722. Véase también Michael Blake, "Rights for people, not for cultures", Civilization 7, Nº 4, agosto-septiembre de 2000, pp. 50-53. "La ambigüedad que encierra la valoración de la diversidad consiste en que no se sabe si significa valorar personas de antecedentes distintos o valorar la diversidad de antecedentes en sí misma", escribe Blake. "La primera noción -que las persona deben ser respetadas como iguales, sin considerar la procedencia étnica, ni la raza, ni el género, ni otros rasgos distintivos- forma parte de cualquier filosofía política actual. Pero de ahí no se sigue que debamos valorar y preservar la diversidad en sí misma, como una abstracción; creo que no hay razones para lamentarse de que el mundo no contenga el doble de las culturas que existen" (p. 52). Retornaré a este tema en el capítulo 4.
6. Para consultar un análisis que advierte acerca de esos peligros, véase Richard Handler, "Is identity a useful cross-cultural concept?", en John R. Gillis (ed.), Commemorations: the politics of national identity, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp. 27-40.

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