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Pierre Manent

La ley natural y los derechos humanos


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1. El desafío de la ley natural

Gracias a la invitación de la cátedra Étienne Gilson y del decano Philippe Capelle-Dumont, a quien agradezco su confianza y aliento, sin consultar mis fuerzas, emprendí la tarea de tratar una noción −la ley natural− que se caracteriza por haber sido desacreditada de manera radical por la filosofía moderna y por ser hoy en día objeto de un desprecio unánime por parte de la opinión ilustrada. Esta la excluye del debate público por su presunto arcaísmo y porque constituiría un obstáculo para el reconocimiento y la puesta en práctica de los derechos humanos. No puede decirse que no goce de ningún prestigio, puesto que se le dedican estudios eruditos, históricos o sistemáticos, y porque algunos sectores del pensamiento católico recurren todavía a ella como una noción pertinente, o incluso indispensable, para orientarse en el mundo humano. En todo caso, expulsada al pasado o confinada a una tradición única y singular, aun cuando venerable, está ausente de los debates morales y políticos en los que en otros tiempos jugó un papel central. Se podría afirmar sin paradoja que, por su ausencia o por el decreto de ilegitimidad que pesa sobre ella, contribuye hoy a dar forma al debate público o a lo que hace las veces de tal. Es así como resumiré, con cierta insolencia quizás, pero creo que con bastante fidelidad, el lugar que ocupa entre nosotros la ley natural, la noción en sí misma o el principio de la ley natural.

La gran contradicción o el nudo imposible de desatar

Sin embargo, si todo aquello que tiene crédito y autoridad quiere disuadirnos de dar el más mínimo paso hacia la cuestión de la ley natural, esta se nos presenta, es verdad, bajo una forma difícil de reconocer, en una contradicción muy pública y que nos resulta cada día más molesta. ¿Qué contradicción? Parece que, según la dirección del interés y de la atención de cada uno, algunas veces recurrimos sin vacilar a un criterio universal que reclama y consigue la adhesión de cualquier ser racional, y otras abandonamos todo pensamiento acerca de un criterio semejante y celebramos del mismo modo esa resolución. En efecto, dependiendo de si miramos a "otra parte" o "aquí", o bien rechazamos sin escrúpulos toda idea de una norma universal o bien recurrimos a ella con avidez. Cuando digo "nosotros", me refiero a los ciudadanos de las democracias modernas, en cuanto que adherimos a la idea de lo justo que el progreso de las Luces parece haber validado y que encuentra su expresión canónica en la filosofía de los derechos humanos. Al decir "aquí", designo de manera algo expeditiva el conjunto del área occidental y, en consecuencia, al decir "otra parte", considero lo que es exterior a esa área. Más precisamente, "aquí" es el ámbito humano en el que los llamados ciudadanos ilustrados, es decir, conscientes de sus derechos y en general de los derechos humanos, actúan; "otra parte" es el ámbito humano que los llamados ciudadanos ilustrados miran y donde no viven ni actúan de manera regular, por no ser allí ciudadanos.
Ahora bien, dependiendo de si actuamos o miramos, si somos ciudadanos u observadores, parece que nuestra mente cambia de forma, desplegando con la misma seguridad caminos opuestos. Cuando miramos a "otra parte", hacia "culturas" o "civilizaciones" exteriores a nuestra área, o "exóticas" en el sentido propio del término, aquellas que han provisto un material infinitamente diverso al ingenio de los etnólogos y siguen concitando la curiosidad de los turistas, nos imponemos un deber y un mérito de no juzgarlas, nos jactamos de que no nos choquen conductas a veces muy chocantes que se observan allí y que encuentran según nuestro punto de vista, o según la filosofía que nos guía, un sentido razonable, o aceptable, en todo caso inocente, en ese conjunto organizado y coherente que es la "cultura" en consideración. Por el contrario, cuando se trata del ámbito en el que actuamos, en el que somos ciudadanos, no dejamos nada en su lugar, nuestro celo reformador es infatigable y es implacable la severidad del juicio que ejercemos acerca de nuestros ordenamientos sociales y morales, que tienen siempre desde nuestro punto de vista algo de irracional, inadmisible y vicioso. En "otra parte" nos abochornaríamos por atrevernos a pretender cambiar cualquier cosa de "sus costumbres"; "aquí", la reprobación de la opinión que gobierna, la que legisla, se dirige a quienes querrían conservar algo de "nuestras costumbres". En "otra parte" suspendemos el juicio, porque debemos por encima de todo cuidarnos de hacer una apreciación sobre las costumbres "exóticas" que sugiera o implique que nuestra forma de vida podría ser superior; "aquí" tenemos todo el tiempo la urgencia de juzgar para reformar y sería inadmisible dejar las cosas en el estado en el que están, porque nada es más apremiante ni más justo para los hombres y mujeres que somos que reconocer, declarar y hacer valer nuestros derechos, todos nuestros derechos, los derechos humanos.
Esta división mental caracteriza la postura progresista en la cual nos hemos instalado cuando el imperio occidental comenzó a retroceder. Sigue dominando el espíritu público, aun cuando suscite un malestar creciente desde que una gran cantidad de "gente de otra parte" llegó "aquí" y "sus costumbres" se instalaron en el lugar donde actuamos en vez de caracterizar solamente el lugar que miramos o visitamos. Es cierto que eso que se llama la mundialización, al difuminar la línea de demarcación entre "nosotros" y "ellos", alentó la ampliación de nuestros criterios al conjunto de las poblaciones del mundo. En particular, es cierto que las ONG o las instituciones internacionales llevan adelante campañas muy activas en favor de los derechos de las mujeres o los derechos del niño en el mundo entero, campañas que se dirigen de manera explícita, e incluso enfática, a todos los seres humanos dondequiera que vivan. Sin embargo, la división de la que hablo no por ello se ha superado, más bien estaría redoblada o se habría vuelto más perturbadora. En efecto, por un lado, planteamos que los derechos humanos son un principio rigurosamente universal, que vale para todos los seres humanos sin excepción. Por otro, planteamos que todas las "culturas", todas las formas de vida, son iguales y que toda apreciación que tendiera a juzgarlas en el sentido pleno del término, y que de este modo considerara al menos la posibilidad de jerarquizarlas con justicia, sería discriminatoria, por lo tanto, que todo juicio propiamente dicho sería atentatorio contra la igualdad de los seres humanos. Por una parte, todos los hombres son iguales; por otra, todas las "culturas" tienen derecho a un igual respeto, aun aquellas que violan la igualdad de los seres humanos, por ejemplo, como ocurre a menudo cuando se mantiene a las mujeres en una condición subordinada. Todas las culturas son iguales porque sus miembros son seres humanos y les dan vida: si rebajo tal cultura porque las mujeres son rebajadas en ella, rebajo a todos los seres humanos que pertenecen a ella, suscitando por medio de mi juicio esa desigualdad que reprobaba y que me proponía combatir. No es un espectáculo extraño ver a la misma persona indignarse por la condición de las mujeres en el régimen musulmán y condenar con el mismo empuje toda apreciación peyorativa o crítica dirigida al Islam como conjunto humano y forma de vida.
Así, reconocemos un criterio universal, proclamamos su validez y juzgamos según ese criterio no solo "aquí" sino también en "otra parte" y, al mismo tiempo, reducimos de manera extraña el alcance de ese juicio −nos "contenemos"− cuando se trataría de aplicarlo efectivamente a "otra parte", inclusive cuando ese "otra parte" es el de la "gente de otra parte" que está "aquí". Tememos que al juzgar la conducta de nuestros conciudadanos de otra "cultura" de acuerdo con el criterio universal que reivindicamos, introduzcamos entre "ellos" y "nosotros" una desigualdad contraria a ese criterio. No solo ese criterio es aplicable por completo únicamente "entre nosotros", sino que además se aplica de manera efectiva tan solo a "nosotros", es decir, a los ciudadanos que no vienen de "otra parte".

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