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Jacques Rancière

editado por: Anders Fjeld y Étienne Tassin


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Introducción. Diálogos indisciplinados

El diálogo constituye una postura estratégica particular en el recorrido intelectual de Jacques Rancière. Su pensamiento filosófico se enfrenta al diálogo como encuentro, como creación de lo común y como posibilidad del reparto, y se concentra sobre todo en los conflictos, los desvíos y los cortes que erosionan su coherencia y su uniformidad. En efecto, los conceptos centrales de Rancière -el desacuerdo político, el malentendido estético, la parte de los sin parte...- tratan siempre lo común como algo confuso y múltiple, ya que está fracturado por la coexistencia de encuentros y desencuentros. Como él mismo escribe, el desacuerdo

"[c]oncierne menos a la argumentación que a lo argumentable, la presencia o la ausencia de un objeto común entre un X y un Y. Se refiere a la presentación sensible de ese carácter común, la calidad misma de los interlocutores al presentarlo. La situación extrema de desacuerdo es aquella en la que X no ve el objeto común que le presenta Y porque no entiende que los sonidos emitidos por este componen palabras y ordenamientos de palabras similares a los suyos" (Rancière, 1996: 10).

Al interrogar la política, la estética y las ciencias sociales, Rancière sigue cada vez el movimiento de esas líneas de inconmensurabilidad que sacuden lo común, desorientan las percepciones y desvían el sentido de las palabras; esas líneas que sustraen de nuestras situaciones normales sus coordenadas seguras, instituidas, consensuales, y que por lo tanto fuerzan al pensamiento a tantear y a experimentar. En una palabra, lo que constituye el corazón de su pensamiento es cada vez el trabajo del disenso.

"Por eso, toda situación es susceptible de ser agrietada en su interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de significación. Reconfigurar el paisaje de lo perceptible y de lo pensable es modificar el territorio de lo posible y la distribución de las capacidades e incapacidades. El disenso pone nuevamente en juego, al mismo tiempo, la evidencia de lo que es percibido, pensable y factible y el reparto de aquellos que son capaces de percibir, pensar y modificar las coordenadas del mundo común" (Rancière, 2010a: 51-52. Trad. modificada).

La fractura filosófica que Rancière hace padecer al diálogo también es característica de su propio recorrido intelectual. Su involucramiento en la insurrección política de mayo de 1968 y, los años siguientes, en la reinvención de la izquierda, lo aparta de sus estudios marxistas bajo la tutela de Louis Althusser en los años 1960. La ruptura definitiva está marcada por la publicación de La lección de Althusser en 1974. Este diálogo quebrado con "la intelligentsia vanguardista" no lo lleva a reanudar diálogos con otras corrientes de pensamiento, sino más bien a reevaluar las implicaciones políticas de los discursos "sabios". Se vuelve entonces hacia los archivos obreros parisinos del siglo XIX con el objeto de buscar otras voces para hablar de las esperanzas y las percepciones de los "proletarios", búsqueda que desemboca en la publicación de La noche de los proletarios en 1981. Inspirado por un "sentimiento de igualdad" hacia los autodidactas, los poetas y los soñadores de la emancipación que descubre en los archivos -esos "visitantes en el seno de su propia clase" (Rancière, 2010a: 25), tan curiosos de las condiciones y posibilidades de la clase trabajadora como ese filósofo que trata de conocerlos un siglo más tarde-, en los años 1980 encara una crítica virulenta del funcionamiento político de los discursos científicos: en primer lugar, respecto de su pretensión de representar a los oprimidos (El filósofo y sus pobres, 1983), luego atacando la presuposición de desigualdad que, a su juicio, estructura los proyectos de emancipación autorizados (El maestro ignorante, 1987).
A lo largo de este vagabundeo, Rancière inventa una práctica intelectual que llamará "el método de la igualdad". Ateniéndonos a la cuestión del diálogo, podemos decir que este método funciona por lo menos en dos frentes: una escenografía de las voces y una deconstrucción de las fronteras.
En primer lugar, y central en su método, hay una interrogación sobre la puesta en escena de las voces -sabia, minoritaria, representativa, disensual, poética...- y sobre la manera en que esas diferentes escenografías precodifican las palabras y preconfiguran las coordenadas del diálogo. Es así como, por ejemplo, el logos se convierte en una postura fundamental de su pensamiento político:

"Hay política porque el logos nunca es meramente la palabra, porque siempre es indisolublemente la cuenta en que se tiene esa palabra: la cuenta por la cual una emisión sonora es entendida como palabra, apta para enunciar lo justo, mientras que otra solo se percibe como ruido que señala placer o dolor, aceptación o revuelta" (Rancière, 1996: 37).

Esa preocupación por la escenografía de las voces conduce a sospechar en profundidad de los "grandes" discursos, al punto de que el gesto crítico resulta ser más significativo que la exactitud exegética, como aquí se puede ver a propósito de su lectura de Hannah Arendt. Probablemente es por esta razón que los filósofos figuran muy poco en las páginas de Rancière; y en los breves momentos en que son convocados, casi siempre es para hacerles encarnar una aporía o un "embrutecimiento" que hay que denunciar. Si bajo la pluma de Rancière conocemos otros pueblos y otros lugares de pensamiento, a menudo bastante sorprendentes y provocativos, es también porque la elección de los interlocutores se asume como una postura estratégica. "A pesar de todo, es posible decir que la lectura de Gauny y de Jacotot ha sido más importante para mí que la de Heidegger o la de Lacan" (Rancière, 2014: 76).
En segundo lugar, la deconstrucción de fronteras de diferentes tipos siempre ha acompañado el proceder de Rancière. En el método de la igualdad, las fronteras son marcadores de desigualdad y circunscripciones hegemónicas de lo posible: ellas delimitan los territorios "propios" en cuyo interior supuestamente circulan el pensamiento, las personas y las percepciones, al tiempo que cosifican las competencias de cada uno para abordarlas y explorarlas. Las fronteras estabilizan un orden del mundo y determinan, e incluso reglamentan, "la manera misma en que un común se ofrece a la participación y donde los unos y los otros tienen parte en ese reparto" (Rancière, 2009: 9). A la inversa, la "práctica indisciplinaria" de Rancière (2015: 41) se caracteriza por la deconstrucción de las fronteras del saber, de las distinciones sociales y de los consensos políticos; por la búsqueda de líneas problemáticas que atraviesan las fronteras disciplinarias de las ciencias sociales; por una escritura a menudo arrebatada y afiebrada de bosquejos conceptuales móviles que obstaculiza toda formalización rígida y toda arquitectura conceptual sólida; y por la liberación de coeficientes salvajes de lo posible destinados a la experimentación vagabunda de los límites de nuestro mundo. Los verdaderos diálogos confunden las fronteras y sus codificaciones de lo posible. Abren el pensamiento a lo que este descuida o reprime comúnmente para volverse autoritario: "ser lector", por el contrario, es para Rancière dialogar con aquellas y aquellos a quienes la filosofía estigmatizó como ajenos al pensamiento y cuyo pensamiento alimenta su propia filosofía.
Al construir este libro, quisimos permanecer fieles a esas orientaciones críticas que definen su práctica del pensamiento. En vez de insistir en los referentes filosóficos que esporádicamente convoca, y casi exclusivamente a manera de denuncia, tratamos de recalcar el aspecto vagabundo de este pensamiento privilegiando a interlocutores que representan cada uno un registro problemático y un discurso disciplinario diferentes. El artículo de Georges Navet encara así la historiografía a través de su diálogo con Jules Michelet; el de Stéphane Douailler, el trabajo de archivo con el carpintero Louis Gabriel Gauny; el de Étienne Tassin, la filosofía por el sesgo de su lectura de Hannah Arendt; el de Guillaume Sibertin-Blanc, la política y la relación crítica con el pensamiento de Karl Marx; y finalmente, el de Anders Fjeld, la estética y el cine en su diálogo con el cineasta húngaro Béla Tarr. Entre estos cinco diálogos se forma un tejido complejo de orientaciones similares, de remisiones y de problemáticas transversales, a veces sorprendentes, teniendo en cuenta la índole heterogénea del registro discursivo, pero también de divergencias que se deben tanto al temperamento de la escritura y al momento en que el diálogo se ha iniciado en el recorrido intelectual de Rancière, como a la afinidad que mantiene con el interlocutor con respecto a la escenografía de las voces y la deconstrucción de las fronteras. Esperamos que la elección que hicimos de estos diálogos ilustre felizmente la "sistematicidad antisistemática" (Rancière, 2014: 77) y la práctica indisciplinaria que convoca Rancière para hacer efectivo su método de la igualdad. Porque en ellos y entre ellos se asienta su filosofía, que es ese método mismo.

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