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Evgeny Morozov

La locura del solucionismo tecnológico


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Introducción

"En una época de tecnología avanzada la ineficacia
es un pecado contra el Espíritu Santo."
Aldous Huxley

"En buenas manos, la complejidad
es un problema que tiene solución."
Jeff Jarvis

Silicon Valley es culpable de muchos pecados, pero la falta de ambición no es uno de ellos. Si escuchamos a los apóstoles más enardecidos de esa región californiana conocida como "Valle del silicio", donde se encuentran las corporaciones tecnológicas más importantes del mundo, nos dirán que allí solo se resuelven problemas creados por otros: quizá por los ambiciosos banqueros de Wall Street o por los ignorantes de Washington.
"En realidad, la tecnología ya no se centra en el hardware y el software. De lo que se trata en verdad es de la extracción y el uso de esta enorme cantidad de datos para hacer del mundo un lugar mejor", dijo en 2011 el director ejecutivo de Google, Eric Schmidt, a un público compuesto por estudiantes del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por su sigla en inglés). Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, quien afirma que la misión de su compañía es "hacer que el mundo sea más abierto y conectado", está de acuerdo con él. "No nos levantamos por la mañana con el objetivo principal de hacer dinero", declaró apenas unos meses antes de que el desplome de las acciones de su compañía convenciera a todos salvo a sus más acérrimos fanáticos de que Facebook y el lucro habían tomado caminos diferentes hacía tiempo. Entonces, ¿qué es lo que le quita el sueño al señor Zuckerberg? Como dijo al público del festival South by Southwest (SXSW) en 2008, es el deseo de resolver problemas mundiales. Allí anunció: "Hay una cantidad de problemas muy importantes que el mundo debe resolver y, como compañía, tratamos de construir una infraestructura sobre la que sea posible resolver algunos de esos problemas".
En los últimos años, el eslogan favorito de Silicon Valley, "¡Innovar o morir!", cambió discretamente a "¡Mejorar o morir!". Qué es lo que se está mejorando no es muy importante en el panorama general; lo único que importa es tener la capacidad de cambiar cosas, lograr que los seres humanos se comporten de manera más responsable y sustentable, maximizar la eficacia. Ciertas ideas inconclusas que pudieran quedarles demasiado holgadas a los ingenuos de las conferencias TED -esa especie de Woodstock de la decadencia intelectual- se ajustan bastante bien a los planes empresariales de Silicon Valley. "Más delgado, más feliz, más productivo" -el lema depresivo pero agradable de la famosa canción de Radiohead de mediados de los años noventa- sería un buen letrero de bienvenida para las oficinas corporativas de la gran cantidad de expertos digitales que trabajan en Silicon Valley. La tecnología puede hacer que seamos mejores personas, y lo hará. O, al decir de esos fanáticos de la tecnología llamados geeks, si disponemos de suficientes aplicaciones, todas las fallas del sistema humano se vuelven superficiales.
Es cierto, California nunca ha sufrido un déficit de optimismo ni fanfarronería. Pero gracias a las posibilidades que brindan las últimas innovaciones, incluso los inversores más pragmáticos y realistas corren a buscar sus billeteras. Al fin y al cabo, ¿en qué otro momento podrán enriquecerse salvando el mundo? ¿Qué otra actividad podría ser tan excitante como trabajar en una agencia humanitaria (sin la burocracia y el frenesí de los viajes, y con un salario muy superior)?
¿Cómo terminará esta orgía perfeccionista? ¿Realmente logrará algo? Una manera de averiguarlo es llevar algunos de estos incipientes esfuerzos superadores a sus conclusiones más extremas. Si Silicon Valley nombrara a una pronosticadora, su visión del futuro -cerca del año 2020, digamos- sería, a su vez, fácil de predecir. Diría algo así: La humanidad, equipada con poderosos dispositivos de autovigilancia, por fin vence a la obesidad, el insomnio y el calentamiento global debido a que todos comen menos, duermen mejor y sus emisiones son más controladas. También se ha vencido la falibilidad de la memoria humana, dado que esos mismos dispositivos de vigilancia graban y almacenan todo lo que hacemos. Las llaves del auto, las caras, los factoides: jamás los volveremos a olvidar. Ya no sentiremos una nostalgia proustiana por las petites madeleines que devorábamos en la infancia; no caben dudas de que ese momento está almacenado en algún lugar de nuestro teléfono inteligente o smartphone -o, lo que es más probable, en los lentes inteligentes que todo lo graban-; así, podemos dejar de fantasear: es tan simple como rebobinar hasta ese preciso instante. En todo caso, contamos con Siri, el confiable asistente de voz de Apple, para que nos diga la verdad que nunca quisimos enfrentar: todas esas madeleines elevan los niveles de glucosa en sangre a las nubes, y tenemos que evitarlas. ¡Perdón, Marcel!
La política, por fin bajo la mirada constante y abarcadora del electorado, ha quedado libre de la asquerosa corrupción, los acuerdos a puerta cerrada y los intercambios de favores sin resultado alguno. Se desintegran los partidos y se los reemplaza por campañas políticas al estilo Groupon; en ellas, los usuarios se reúnen -una vez- para sopesar asuntos de impacto directo e inmediato en sus vidas, y se separan al poco tiempo. Ahora que cada palabra, mejor dicho, cada sonido que hayan pronunciado alguna vez los políticos queda grabado y guardado para la posteridad, la hipocresía también se ha vuelto obsoleta. Los grupos de presión de todo tipo se han extinguido porque todos pueden revisar en línea la gran cantidad de información disponible sobre los políticos: sus agendas, el menú del almuerzo, los gastos de viaje.
Desde que la participación es más fácil gracias a los medios digitales, cada vez son más los ciudadanos que dejan de estar solos en la bolera, aunque más no sea para reunirse, esta vez en los blogs. Incluso los que nunca se habían tomado el trabajo de votar por fin tienen los incentivos adecuados para hacerlo -que, desde luego, son parte de un juego en línea donde suman puntos por salvar a la humanidad-, y con entusiasmo usan sus teléfonos inteligentes para "registrarse" en la cabina de votación. Por fortuna, llegar hasta allí ya no implica ningún esfuerzo: para trasladar a las personas de un lado a otro se inventaron los vehículos autónomos. Las calles están limpias y relucientes; eso también es parte de un complejo juego en línea. Resulta casi innecesario apelar al deber cívico y a la responsabilidad de los ciudadanos; ¿por qué sería necesario?, si es mucho más eficaz convencerlos de que hagan lo debido aprovechando su afán de ganar puntos, insignias y dinero virtual.
El delito es un recuerdo lejano, al tiempo que en los tribunales sobra personal y falta trabajo. Tanto los entornos físicos como los virtuales -paredes, aceras, puertas, pantallas de inicio de sesión- ahora son "inteligentes". Es decir, han integrado el sinfín de datos generados por los dispositivos de autovigilancia y las redes sociales de forma tal que pueden predecir y evitar conductas delictivas con solo analizar a sus usuarios. Y ya que ellos ni siquiera tienen la posibilidad de delinquir, tampoco se necesitan las prisiones. Un triunfo del humanismo, cortesía de Silicon Valley.
Además, tenemos el nuevo y floreciente "mercado" de "ideas". Por fin, el término "mercado" ya no parece poco apropiado; las instituciones culturales nunca han sido tan eficaces ni han respondido tan bien a las leyes de la oferta y la demanda. En los periódicos ya no se publican artículos que no interesan a los lectores; la proliferación del seguimiento automático combinado con información obtenida de las redes sociales garantiza que todos puedan leer un periódico con un alto nivel de personalización (¡hasta el nivel de la palabra!) que asegurará la tasa de clics más alta posible. No hay historia en la que no se haga clic, no hay titular que no se convierta en un tuit; lo que tarda en generarse un artículo personalizado son los minutos que transcurren desde que hacemos clic en un enlace hasta que la página se carga en nuestro navegador.
Se ha disparado el número de libros publicados -la mayoría son autopublicados- y ellos también tienen una eficacia perfecta. Incluso, muchos tienen finales alternativos -¡en tiempo real!-, que son posibles gracias a los datos que el rastreo visual arroja sobre el ánimo del lector. Hollywood está vivito y coleando; ahora que todos usan gafas inteligentes, las películas tienen un número infinito de finales alternativos, según el ánimo que tengan los espectadores en un momento dado mientras miran el film. Ya no hay críticos profesionales porque los han reemplazado, primero, "la gente", luego los algoritmos y, por último, las reseñas algorítmicas personalizadas: la única manera de mirar películas con finales alternativos a medida. Las publicaciones culturales más vanguardistas han llegado al punto de utilizar los algoritmos para escribir críticas sobre canciones compuestas por otros algoritmos. Pero no todo ha cambiado: tal como sucede hoy en día, el sistema aún necesita a los imperfectos humanos para generar los clics que les succionarán los billetes a los anunciantes.
Esta breve semblanza no es un extracto de la última novela de Gary Shteyngart; tampoco es una novela de ciencia ficción distópica. Por el contrario, es bastante probable que en este mismo momento alguien en Silicon Valley esté intentando venderles a los inversores algunas de las tecnologías descritas más arriba, y puede que otras ya se hayan desarrollado. No es por tanto una distopía; y para muchas personas de una enorme inteligencia, dentro y fuera de Silicon Valley, este futuro sin fricciones es tentador e inevitable. Así lo demostrarían sus memos y planes de negocios.

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