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Martha C. Nussbaum

El ocultamiento de lo humano

Repugnancia, vergüenza y ley


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Introducción. Dos emociones problemáticas

Una manera mucho más promisoria de proceder -que emplearé en este trabajo- es la de mirar mucho más de cerca el tipo de emoción en cuestión, para interrogarnos acerca de su estructura, de su contenido en términos de pensamiento, y del rol que probablemente juegue en la economía de la vida humana. Esto es lo que los jueces y los jurados hacen permanentemente, de manera implícita, con la ira y con el temor. Ellos tienen una imagen implícita de la ira como respuesta a un perjuicio, y del temor como respuesta a posibilidades negativas imaginadas. Entonces, usan este cuadro para evaluar los casos específicos de ira y de temor que se les presentan. Es razonable pensar que hacer más explícitos estos cuadros, aumentar la conciencia del público respecto de lo que realmente está en cuestión, puede ayudar a superar al menos algunas dificultades. Por ejemplo, la ley tradicional de defensa propia ha sido cuestionada efectivamente por mujeres golpeadas, que dan cuenta de manera explícita de su temor para ilustrar su afirmación de que es posible actuar en defensa propia, incluso cuando no se está amenazado letalmente en ese mismo momento (digamos, mientras duerme el que golpea habitualmente a la mujer).
De modo similar, analizar más de cerca la repugnancia y la vergüenza, y ofrecer un análisis más explícito de su contenido en términos de pensamientos, de su génesis, y de la variedad de roles que cumplen en nuestra vida social, según creo, nos ayudará mucho a decidir lo que queremos decir respecto de las controversias concernientes a los papeles que cumplen en el derecho. Ése es el proyecto que acometeré en este libro. Durante los últimos cincuenta años, se ha trabajado mucho y de manera certera respecto de estas dos emociones, no sólo en el área de la filosofía, sino también empíricamente, tanto en la psicología del conocimiento como en el tratamiento clínico de pacientes por psicoanalistas de orientación empírica. (En general, uniré los informes de psicología experimental y de psicoanálisis clínico, y me basaré en informes psicoanalíticos que sean coherentes con otros datos empíricos y ofrezcan aportes valiosos.) Mi análisis se apoyará en estos trabajos científicos y humanísticos recientes, aunque, al fin propondré un análisis filosófico propio, caracterizado por fuertes lazos con la bibliografía empírica.
Mi tesis general es que la vergüenza y la repugnancia son diferentes de la ira y el temor, en el sentido de que son particularmente proclives a ser distorsionadas normativamente y, por lo tanto, no son confiables como guías para la práctica pública, debido a aspectos de su estructura interna específica. La ira es un tipo de emoción razonable de experimentar, en un mundo donde es razonable que determinadas cuestiones susceptibles de ser dañadas por terceros sean significativas en gran medida. La pregunta respecto de cualquier instancia dada de ira debe ser: ¿los hechos son correctos y los valores están equilibrados? Por otro lado, se podría argumentar que los celos son una emoción de la que siempre se debe desconfiar, siempre problemáticos desde el punto de vista normativo como base para una política pública (por inevitables o incluso a veces apropiados que resulten en la vida), porque es probable que se apoyen en la idea de que uno tiene derecho a controlar los actos de otra persona, idea reforzada durante siglos por el pensamiento que ha representado a la mujer como propiedad del hombre. Tanto su contenido cognitivo general como su historia específica en las sociedades occidentales, hacen de ellos una emoción dudosa para invocar, ya sea en la justificación de la regulación penal de la conducta (por ejemplo, el adulterio) o como atenuante de culpa por una acto criminal (el asesinato del amante de un cónyuge, por ejemplo). Éste es el tipo de argumentación que presentaré respecto de la repugnancia y, con mayor reserva, respecto de la vergüenza.
Sostendré que la repugnancia es muy distinta de la ira, por el hecho de que su contenido de pensamientos es comúnmente poco razonable, pues encarna ideas mágicas de contaminación y aspiraciones imposibles de pureza, inmortalidad y no-animalidad, que simplemente no se condicen con la vida humana como la conocemos. Eso no significa que la repugnancia no cumpla un rol valioso en nuestra evolución; es muy probable que sí. Tampoco quiere decir que no cumpla una función útil en nuestra vida cotidiana actualmente; también es muy probable que lo haga. Quizá, incluso, la función de ocultarnos aspectos problemáticos de nuestra humanidad resulte útil; tal vez, no podamos existir fácilmente con una conciencia demasiado vívida del hecho de que estamos hechos de sustancias viscosas que se descomponen demasiado pronto. Sostendré, sin embargo, que una comprensión clara del contenido de pensamientos de la repugnancia debería tornarnos escépticos respecto de basarnos en ella como sustento de la ley. Ese escepticismo tendría que profundizarse a medida que veamos cómo la repugnancia ha sido utilizada a lo largo de la historia para excluir y marginar grupos o personas que llegan a encarnar el temor y el aborrecimiento del grupo dominante respecto de su propia "animalidad" y mortalidad.
Concluiré por adoptar una línea muy fuerte contra la repugnancia, argumentando que nunca debe ser la base primordial para considerar un acto como criminal, y que no debe tener un papel agravante ni atenuante en el derecho penal, donde actualmente lo posee. En el derecho, el rol valioso de la repugnancia, según mi opinión, se limita a áreas tales como el derecho de perjuicio y el establecimiento de zonas, donde parece legítimo permitir que no sólo el daño, sino también la ofensa, cumplan un papel de guía.
La vergüenza es mucho más complicada en dos sentidos. Primero, entra en escena antes en la vida humana. Es relativamente simple realizar una investigación experimental con la repugnancia, porque los niños la adquieren luego de adoptar cierta capacidad lingüística. La vergüenza probablemente aparece más temprano, de modo que para estudiarla y describir su relación con la culpa y otras emociones relacionadas, debemos construir hipótesis respecto de la vida mental de los niños que aún no han adquirido el lenguaje. Afortunadamente, no necesitamos hacerlo en el vacío. A esta altura, existe una rica literatura experimental sobre la infancia que ha constituido una valiosa asociación con el psicoanálisis clínico de niños y adultos, y que nos ayuda a construir una historia convincente, aunque complicada, del desarrollo de la vergüenza a partir de la demanda infantil de control de todos los aspectos importantes del mundo.
La vergüenza es más complicada que la repugnancia también en otro sentido: hay mucho más que decir sobre su rol positivo en el desarrollo y en la vida social, en relación con ideales y aspiraciones valiosos. Por lo tanto, mi abordaje de la vergüenza será, finalmente, bastante complejo e involucrará la distinción de diversas variedades de vergüenza, algunas más confiables que otras. Argumentaré que lo que llamaré "vergüenza primitiva" -una vergüenza estrechamente relacionada con una demanda infantil de omnipotencia y la renuencia a aceptarse como un ser con necesidades- es, como la repugnancia, una manera de ocultarnos de nuestra humanidad, que es tanto irracional en el sentido normativo, pues encarna el deseo de ser un tipo de criatura que uno no es, y no confiable en el sentido práctico, frecuentemente unida al narcisismo y la renuencia a reconocer los derechos y las necesidades de los demás. Si bien este tipo de vergüenza puede ser superado de muchas maneras, estos resultados favorables no siempre se dan. Más aun, todos los seres humanos muy probablemente carguen con una buena dosis de vergüenza primitiva, incluso después de trascenderla en algunos sentidos. Por este y otros motivos que expondré, es probable que la vergüenza no resulte confiable normativamente en la vida pública, pese a su potencial para hacer el bien. Sostendré entonces que una sociedad liberal tiene razones particulares para inhibir la vergüenza y proteger a sus ciudadanos de ser avergonzados.

De este modo, aunque este libro concierne a dos emociones y al lugar que ocupan en el derecho, en particular el derecho penal, termina siendo mucho más amplio en sus preocupaciones y en sus objetivos. Las posiciones que critica son actitudes sociales muy extendidas, influyentes en muchos momentos y lugares. Actualmente, reciben una atención renovada en la cultura estadounidense contemporánea. Sostendré que estas actitudes son amenazas profundas a la existencia y a la estabilidad de una cultura política liberal. Al criticarlas, espero ofrecer, también, una descripción parcial de las actitudes que sostienen el liberalismo.
Así, este libro intenta ser, en última instancia, un ensayo acerca de los fundamentos psicológicos del liberalismo y de las condiciones institucionales y de desarrollo para sostener un respeto liberal por la igualdad humana. Está inspirado en la profunda afirmación rousseauniana de que la igualdad política debe estar sostenida por un desarrollo emocional que entiende lo humano como una condición de incompletitud compartida. Pero el liberalismo de este libro es en última instancia más afín a Mill que a Rousseau, pues valora la libertad tanto como la igualdad, el espacio para la creatividad humana tanto como las condiciones materiales de vida decente para todos.
Ambos, Rousseau y Mill, comprendieron que las instituciones justas, para ser estables, requieren del soporte de la psicología de los ciudadanos. Por lo tanto, los dos hicieron hincapié en el rol de la educación para constituir una sociedad decentemente atenta a la igualdad humana. Me preocupa ese proyecto educativo y, por ello, los análisis presentes en este libro contienen muchas sugerencias respecto de cómo podría lidiar la educación pública en una sociedad liberal con los problemas que diagnostico. Pero los individuos y las instituciones se sostienen mutuamente. Las instituciones deben ser sostenidas por la buena voluntad de los ciudadanos, pero también corporizan y enseñan normas relativas a lo que es ser un ciudadano bueno y razonable. Son sostenidas por la psicología de las personas reales, pero también encarnan, enseñan y expresan una psicología política, a través de normas relativas al ciudadano razonable y el rol adecuado del derecho. Mi argumento en este libro, aunque lleno de implicancias para el aspecto educativo de la cuestión del respeto equitativo, está relacionado primordialmente con su aspecto legal e institucional: ¿qué tipo de cultura pública y legal encarnará la "psicología política" apropiada para un régimen liberal? ¿Qué normas de razonabilidad en las emociones son las indicadas para incorporar a las leyes, por expresar y nutrir emociones apropiadas en los ciudadanos?
Mill tenía respuestas para estas preguntas, pero, como se sostiene en el capítulo 7, no eran exactamente las respuestas adecuadas para una sociedad pluralista; ponían demasiado énfasis en las contribuciones creativas de individuos destacados, y muy poco en la importancia de eliminar el estigma y la jerarquía donde aparecen. Por lo tanto, su descripción de los fundamentos morales del derecho penal, aunque desde mi punto de vista es básicamente correcta en lo sustancial, resulta defectuosa en su razonamiento. Espero aportar, al menos en parte, una mejor justificación para algo similar al "principio del daño" de Mill, ofreciendo al mismo tiempo un diagnóstico psicológico y filosófico de algunos peligros subyacentes endémicos a cualquier sociedad liberal. Ojalá surja de ello que este mismo análisis nos ofrece una razón convincente para una política pública en general hacia grupos tradicionalmente estigmatizados y marginados. Por lo tanto, el tratamiento de cuestiones de orientación sexual y discapacidad irá bastante más allá del derecho penal para incluir problemáticas más amplias relativas a la no discriminación y a las leyes sobre educación.
Lo que propongo, de hecho, es algo que creo nunca lograremos plenamente: una sociedad que reconozca su propia humanidad y que no nos oculte de ella, ni a ella de nosotros; una sociedad de ciudadanos que admitan que tienen necesidades y son vulnerables, y que descarten las grandiosas demandas de omnipotencia y completitud que han permanecido en el corazón de tanta miseria humana, tanto pública como privada. En esa medida, el espíritu de este libro es menos afín a Mill que a Whitman: construye un mito público de humanidad equitativa, para sustituir otros mitos perniciosos que nos guían desde hace mucho tiempo. Tal sociedad sigue siendo elusiva por el hecho de que asusta ser incompleto y de que las ficciones grandiosas son reconfortantes. Como le dijo un paciente a Donald Winnicott (1986) (en un análisis que abordaré en detalle en el capítulo 4), "lo alarmante de la igualdad es que entonces ambos somos niños y la pregunta es: ¿Dónde está el padre? Sabemos donde estamos si uno de nosotros es el padre". Puede ser que tal sociedad sea inalcanzable, porque los seres humanos no puedan soportar vivir con la conciencia constante de su mortalidad y de sus frágiles cuerpos animales. Algo de autoengaño puede ser esencial para poder atravesar la vida en la que pronto vamos hacia la muerte y en la que las cuestiones más esenciales están de hecho fuera de nuestro control. Lo que estoy proponiendo es una sociedad donde tales ficciones autoengañosas no dominen el derecho y en la que -al menos en la creación de las instituciones que moldean nuestra vida en común- admitamos que somos niños y que en muchos sentidos no controlamos el mundo.
Creo que ésta es una buena manera de proceder en una sociedad liberal, esto es, una sociedad basada en el reconocimiento de la igual dignidad de cada individuo y las vulnerabilidades inherentes a una humanidad común. Si no podemos lograr plenamente tal sociedad, al menos podemos verla como un paradigma y asegurarnos de que nuestras leyes sean las leyes de esa sociedad y de ninguna otra.

 

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