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Daryush Shayegan

¿Es Teherán una ciudad emblemática?

+ El horizonte de las mezclas


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¿Es Teherán una ciudad emblemática?

Antes que nada, permítanme aclarar que no soy urbanista, ni arquitecto, ni historiador del arte, ni siquiera sociólogo. En el fondo, no soy más que un librepensador que en otro tiempo fue un poco un estudioso del hinduismo, de las religiones comparadas y medio filósofo. De manera que si esperan que les haga alguna revelación espectacular, seguramente se van a decepcionar bastante. Sin embargo, reconozco que siempre me han interesado las ciudades antiguas, desde el punto de vista simbólico de las grandes urbes, tanto occidentales como orientales, unos emporios llenos de historia y que descubren los monumentos prestigiosos de la historia de la humanidad. He admirado Delfos, Benarés, Agor Vatl, la Ciudad Prohibida de Pekín, Kioto, Luxor, el Machu-Picchu y las pirámides mayas de Palenque; he apreciado muchísimo "el tiempo de las catedrales", como muy bien lo ilustra Georges Duby en su libro homónimo; me han seducido las "ciudades emblemáticas" como Ispahán, Florencia, Roma y Toledo. Hasta he tratado de comprender el sorprendente microcosmos que fue París, centro intelectual de la cristiandad en la Edad Media y capital del siglo XIX, según Walter Benjamin, que sentía una verdadera pasión por esta ciudad. En un artículo que publiqué hace tiempo en Francia, incluso me atreví a comparar Ispahán con París, y mostré hasta qué punto una estaba en las antípodas de la otra. Si bien el París haussmaniano del Segundo Imperio era, como decía muy bien Baudelaire, un "hormiguero, una ciudad llena de sueños", Ispahán era una especie de visión "imaginaria" suspendida en el espacio del sueño. Es cierto que hoy debo hablar de Teherán, ya que éste es el tema de nuestro coloquio. Pero permítanme que, antes de hacer ninguna afirmación sobre Teherán, mi ciudad natal, les hable un poco de las ciudades tal como siempre las he imaginado.
Por lo que puedo recordar, he vivido en unos espacios dislocados donde la forma y el contenido, lejos de crear una simbiosis lograda, revelaban todas las fisuras de la distorsión. Nada estaba en su lugar, ya que vivíamos en un estado de transición en que los restos del mundo antiguo se burlaban de una modernidad estúpida que se instalaba con penas y trabajos. Nos obstinábamos en empalmar objetos incongruentes, "mundos" incompatibles que, yuxtapuestos, superpuestos en unas configuraciones improvisadas, chocaban entre sí, de modo que siempre he tenido la sensación de vivir en una tierra de nadie. He visto desaparecer épocas decrépitas y renacer períodos que se desfiguraban cuando apenas acababan de comenzar. He presenciado el crecimiento de las épocas que se sucedían con un ritmo vertiginoso, sin que pudieran alcanzar una articulación armoniosa. Todo se me presentaba en desorden, y en realidad todo estaba desordenado. Sin embargo, aprendí que el espacio y la ciudad que lo representa no surgen así como así, por casualidad; que detrás de estas metamorfosis hay un pensamiento que las ve, las vislumbra, un alma que las proyecta y una visión que las pone en práctica. Aprendí una cosa: que entre el hábitat, es decir el espacio construido, y por tanto hablo de la ciudad, y el espacio mental hay muchas correspondencias; y también que no podemos modificar el primero sin alterar el segundo, y que, a fin de cuentas, el espacio mental es lo que modela y estructura el hábitat y el espíritu de una ciudad. Cuando el pensamiento estalla, cuando se desorienta y pierde su centro de gravedad, se producen entonces todas las derivas posibles, incluso las más absurdas. Esto es lo que, por desgracia, estamos viendo aparecer en las megalópolis del sur, las ciudades monstruosas y tentaculares que no sólo contaminan el aire que respiramos, sino que también envenenan nuestra alma: porque la fealdad no es una contaminación como cualquier otra, sino que además supone una agresión a nuestro gusto estético.

 

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