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Michel de Certeau

El lugar del otro

Historia religiosa y mística


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1. Cristianismo y "modernidad" en la historiografía contemporánea

La herejía, o la redistribución del espacio

Desde hace varios años, la herejía ocupa un lugar estratégico en el análisis del cristianismo, antes de que, muy recientemente, a ese tema socioideológico lo haya reemplazado poco a poco el estudio de la familia y de las estructuras de parentesco, como influencia de la etnología y el psicoanálisis en el campo de una historia económica y social.
Si la herejía fue y sigue siendo todavía un punto tan decisivo, eso es el efecto del privilegio concedido desde hace mucho tiempo tanto al antidogmatismo religioso (o a los movimientos políticos progresistas y revolucionarios) como a lugares históricos más cercanos al papel que una intelligentsia universitaria se otorga en la historia, y por razones que tienen que ver en lo más inmediato con la naturaleza del trabajo. En efecto, la herejía se presenta como la legibilidad doctrinal de un conflicto social y como la forma misma, binaria, del modo en el cual una sociedad se define excluyendo aquello que es diferente. Por consiguiente, tenemos aquí una articulación de lo ideológico con lo social, y la visibilidad del proceso mediante el cual se instaura un cuerpo social. Está claro que en ese doble aspecto también se juegan otras dos cuestiones, corolarias pero capitales: la modalidad del progreso (ubicado de entrada del lado "herético") respecto de un sistema establecido, y el papel del intelectual (se trata de heresiarcas y de innovaciones teológicas o filosóficas) en una dinámica social.
El peso de los intereses invertidos en esta búsqueda, sin embargo, no transformó a la herejía en un objeto aislable y estable a través de los tiempos. Por el contrario, barriendo las épocas y las regiones en las que se producen tales manifestaciones -las herejías, por supuesto, pero también las sectas, los marginalismos espirituales, y hasta las exclusiones colectivas que apuntan a los pobres y los vagabundos, los locos, las minorías culturales o étnicas-, el análisis fragmenta la imagen que la suscitó, pero a la vez revela en la insuperable diversidad intelectual y social de las herejías la repetición del gesto de excluir. Lo "mismo" es una forma histórica, una práctica de la dicotomía, y no un contenido homogéneo. Lo excluido siempre es relativo a lo que él sirve u obliga a redefinir. El conflicto se articula con la representación social que él posibilita y organiza. Ese proceso histórico, pues, muestra cómo una división social y una producción ideológica se determinan recíprocamente, lo que es un problema central para el historiador. Éste conduce a interrogarse o sobre el funcionamiento del corte que permite la instauración de la ortodoxia (o representación) propia de un grupo, o sobre el conocimiento de una sociedad particular que dan el lugar, el modo y el sujeto de la división pasiva (estar separado) o activa (separarse) de que se ve aquejada.
La historia de los siglos XVI y XVII presenta una increíble multiplicación de tales divisiones en el campo de la expresión religiosa. La herejía prolifera. Tres rupturas fundamentales pueden servir de referencias: aquella que, desde el siglo XV, separa cada vez más a los "cleros" urbanos y las masas rurales, y, por tanto, las prácticas intelectuales o teológicas y las devociones populares; aquella que, en el siglo XVI, divide el catolicismo según la escisión milenaria del Norte y el Sur, y crea las mil variantes de la oposición entre las Iglesias reformadas y la Reforma tridentina; por último, aquella que rompe la unidad del universo en "viejo" y "nuevo" mundos y hace jugar ora el privilegio espacial del "salvaje" americano respecto de la cristiandad que envejece, ora el privilegio temporal del presente occidental, bastante productivo para transformar poco a poco la tradición en un "pasado" caduco. De hecho, divisiones y redefiniciones se verifican en todas partes, entre naciones, partidos, sectas, disciplinas. La agresividad entre posiciones amenazadas o amenazadoras crece al mismo tiempo que padecen una readaptación general.
Este "trabajo" multiforme parece obedecer a un postulado común: el cisma sustituye a la herejía, ahora imposible. Hay "herejía" cuando una posición mayoritaria tiene el poder de nombrar en su propio discurso y excluir como marginal a una formación disidente. Una autoridad sirve de marco de referencia al grupo mismo que se separa o que ella rechaza. El "cisma", por el contrario, supone dos posiciones, ninguna de las cuales puede imponer a la otra la ley de su razón o la de su fuerza. Ya no se trata de una ortodoxia frente a una herejía sino de diferentes Iglesias. Tal es la situación en el siglo XVII. Los conflictos ponen en entredicho formaciones heterónomas. Ese "estallido fatal de la antigua religión de la unidad" traslada progresivamente sobre el Estado la capacidad de ser la unidad referencial para todos. Creencias y prácticas se enfrentan en adelante en el interior de un espacio político, en verdad todavía organizado según un modelo religioso alrededor del rey, ese "obispo del afuera", cuya tarea es garantizar "cierto conjunto de reglas para el ejercicio de religiones diferentes". Cada Iglesia adopta la figura de un "partido". Su ambición es totalizadora, de acuerdo con el modelo de una verdad universal y conquistadora, pero de hecho depende de las relaciones con un Estado que favorece, controla o excomulga. Esta estructura se repite en "partidos" interiores a las Iglesias. La reivindicación "universal" de cada grupo religioso, exacerbada por la división, tiende a recurrir al poder real como único poder global, a hacer de él el criterio o el obstáculo de la verdad, a pensarse, a favor o en contra de él, en los términos que poco a poco impone la política absolutista y, por tanto, a reconocerle el papel (positivo o negativo) que ayer representaba la ortodoxia. Si bien es un caso extremo, el padre Daniel pronto dirá que "la historia de un Reino o de una Nación tiene por objeto al Príncipe y el Estado; ése es como el centro adonde todo debe tender y referirse". Pero Pascal, por su parte, habría "de buena gana sacrificado su vida" en la educación del príncipe, tarea que consiste en inscribir el saber y la sabiduría en el centro del orden político. De todos modos, la fidelidad y la marginalidad religiosas se politizan.
¿"Estabilidad" y/o "estallido"? El análisis de A. Dupront se despliega entre esos dos polos. De hecho, se trata de un "estallido" en la disposición y la utilización de elementos "estables"; es un fenómeno de reinterpretación social. Si los comportamientos y los símbolos religiosos aún se imponen a todos, su funcionamiento cambia. Los contenidos son permanentes, pero sometidos a un tratamiento nuevo que, localizable ya en los recortes que operan las divisiones, pronto se formula como una gestión política de las diferencias. Los muebles heredados son redistribuidos en un nuevo espacio, que organiza otra manera de repartirlos y utilizarlos. Al respecto, cuando se vuelven a dar las cartas el cisma inicia el gesto político o científico de reclasificar y manipular. Es un trabajo sobre la forma social, diferente y complementario de la evolución que, en otros casos, cambia los contenidos pero sin modificar la forma social donde se suceden rellenos ideológicos. Como consecuencia, esas divisiones son operaciones clasificatorias y manipuladoras que redistribuyen elementos tradicionales y que darán lugar más tarde a las "figuras" teóricas que explicitan sus principios. A la zaga de las conductas o las convicciones religiosas se crea así la posibilidad de convertirlas en algo diferente y utilizarlas al servicio de estrategias distintas, posibilidad cuyo equivalente se encuentra en la misma época, en los campos más manejables de la escritura o la estética, con el arte (barroco o retórico) de tratar y desplazar imágenes o ideas recibidas para extraer efectos nuevos. Difícil y violento, el reacondicionamiento del espacio religioso en Iglesias o en "partidos", pues, no va solamente a la par de una gestión política de tales diferencias; para cada uno de esos nuevos grupos introduce la necesidad de manipular las costumbres y las creencias, efectuar en su provecho una reinterpretación práctica de situaciones organizadas anteriormente según otras determinaciones, producir su unidad a partir de los datos tradicionales y conseguir los instrumentos intelectuales y los medios políticos que permiten una reutilización o una "corrección" de los pensamientos y las conductas. La tarea de educar y la preocupación de los métodos caracterizan la actividad de los "partidos" religiosos y de todas las nuevas congregaciones, en esto cada vez más de acuerdo con el modelo estatal. "Reformar" es rehacer las formas. Ese trabajo, al suscitar la elaboración de técnicas transformadoras, sin duda también tiene el efecto de ocultar las continuidades que resisten tales operaciones reformadoras y, luego de un tiempo de manifestaciones masivas y represiones brutales (brujerías, levantamientos, etc.), volverlos gradualmente menos captables bajo la red cada vez más apretada de las instituciones pedagógicas.
Y por fin, último rasgo que debemos destacar, el lugar que tenía antaño la herejía frente a una ortodoxia religiosa lo ocupa en adelante una ortodoxia religiosa que se distingue de una ortodoxia política. Es la fidelidad que se organiza en minoría en el Estado secularizado. Se constituye en "Refugio". La ambición postridentina de rehacer un "mundo" político y espiritual de la gracia desemboca con Bérulle en la admirable utopía de una jerarquía eclesiástica que articula los secretos de la vida mística, pero esta reconciliación teórica de un orden social y de la interioridad espiritual es quebrada por la historia efectiva. Ésta funcionará solamente en grupos secretos (como la Compañía del Santo Sacramento), en el "Refugio" de Port-Royal o, más tarde, en el interior de los Seminarios de Saint-Sulpice. Lo que se multiplica son microcosmos cristianos, "retiros" en Francia, "reducciones" en el Nuevo Mundo, según un modelo del que Port-Royal no es sino el caso más famoso. El gesto de "hacer retiro" o de "retirarse" es el indicio universal de la tendencia que opone, a la necesaria "docilidad" o a las "complacencias" de las instituciones religiosas ligadas con el Estado, el recorte de un lugar: un aislamiento y una clausura, entre los reformistas, son a la vez la consecuencia de la politización triunfante a partir de 1640 y la condición de posibilidad de un "establecimiento" de la fe. La vida regular, las congregaciones religiosas, las asociaciones de laicos, la pastoral de los sacramentos, las misiones populares obedecen todas a la necesidad primera de un corte que (en el modo de una "partida", de muros, de una selección social, del secreto, etc.) organiza la circunscripción de un campo propio sobre la superficie del "mundo".

 

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