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Lee Alan Dugatkin

Qué es el altruismo

La búsqueda científica del origen de la generosidad


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Prefacio - Capítulo 1

Prefacio

Durante más de cien años, en la comunidad científica se desarrolló un enconado debate acerca de la importancia de las relaciones consanguíneas de parentesco con respecto al altruismo en los animales y en los seres humanos. Iniciada en 1859, la polémica fue muy exaltada pues quien triunfara en ella determinaría nuestra manera de contemplar el origen de la bondad. La razón es muy simple: en última instancia, el altruismo tiene que ver con pagar un costo personal para ayudar a otros, esto es, con lo que la mayoría de nosotros quiere decir cuando habla de hacer el bien. De suerte que, en esencia, una teoría sobre el altruismo es una teoría sobre la bondad.
La polémica sobre el altruismo y las relaciones de parentesco sacó a relucir otras cuestiones afines: ¿la naturaleza es un feroz campo de batalla o un paraíso de cooperación? Además, cualquiera que sea la respuesta a esta pregunta, ¿hay una teoría biológica que pueda explicar realmente la situación? En el curso del debate, entraron en él la política, la filosofía, las opiniones sobre la enfermedad mental e incluso la religión, estorbando durante casi un siglo los intentos que se hacían por responder científicamente interrogantes de índole científica.
Durante largo tiempo, el papel que cumplían las relaciones de parentesco en el desarrollo del altruismo, humano o no, ocupó a las mejores mentes científicas. Veremos aquí por qué cuatro científicos británicos -Charles Robert Darwin, Thomas Henry Huxley, J. B. S. Haldane y, por último, W. D. Hamilton- consagraron buena parte de su vida profesional al tema del altruismo y el parentesco, y veremos cómo esa obsesión afectó a su propia vida. En el curso de la exposición, encontraremos también al príncipe ruso Piotr Kropotkin, el anarquista más importante de su época, y a dos académicos estadounidenses, el cuáquero Warder Allee y un gigante intelectual que terminó suicidándose y se llamaba George Price.
Finalmente, la biología terminó por resolver la cuestión del altruismo y el parentesco consanguíneo con una ecuación matemática desarrollada por un tímido biólogo evolucionista llamado William D. Hamilton. Este hombre apareció en escena en la década de 1960 y utilizó para abordar el problema un enfoque de costos y beneficios que habitualmente vinculamos con la economía. Sumada a su profunda comprensión del funcionamiento evolutivo, esa nueva perspectiva le permitió esbozar de manera nítida y precisa un modelo matemático que explicaba por qué los individuos tratan de manera tan especial a los parientes consanguíneos. Formulado en el lenguaje severo y frío de la selección natural, el modelo de Hamilton se reduce concretamente a la siguiente afirmación: los parientes consanguíneos comparten una gran cantidad de genes, de modo que, ayudando a la familia, uno se ayuda indirectamente a sí mismo. Desde luego, el modelo es algo más complicado que esta simple explicación, pero abordaremos los pormenores cuando llegue el momento.
Aunque transcurrieron más de diez años hasta que las consecuencias del trabajo de Hamilton fueron plenamente comprendidas, su modelo sobre el altruismo y las relaciones consanguíneas de parentesco le ganó el máximo laurel científico: una regla que lleva su nombre. Para la biología evolucionista, esa regla tuvo una influencia equivalente a las leyes de Newton en la física clásica. No obstante, jamás se ha hecho una crónica de ese descubrimiento ni de cómo cambió la vida de los que aportaron a él. Tampoco se ha explicado por qué el propio descubridor de la ley deseaba que la posición opuesta fuera la correcta.
De todos modos, hay que empezar por el principio. Nuestra crónica sobre el parentesco consanguíneo y el comportamiento social comienza con el mismo personaje de todas las historias acerca de la evolución: Charles Darwin.

Capítulo 1 (Fgto)
Una dificultad singular que podía resultar fatal

Las estrictas reglas de edición que deben cumplir los científicos de hoy no estorbaron a Charles Darwin cuando escribía El origen de las especies, a fines de la década de 1850. Podía permitirse vastas digresiones que a veces se transformaron en verdaderas expresiones del fluir de su conciencia. Esa libertad le permitió abordar temas que habría evitado en otras circunstancias. En particular, no temió afrontar los problemas vinculados con su teoría de la evolución por medio de la selección natural: a menudo se refirió a ellos extensamente.
Todo este libro se refiere a uno de los problemas que se le presentaron a Darwin, surgido de una pequeña dificultad que planteaban las abejas. A primera vista, no parecía un escollo que pudiera hacer zozobrar una teoría caracterizada por muchos como la más importante formulada en la historia de la biología. No obstante, se transformó en un problema que preocupaba a los biólogos, fascinaba a los naturalistas, atraía a los escritores de divulgación científica y al público en general, y que incluso llegó a filtrarse en los debates políticos de los 145 años siguientes.
Las abejas mieleras fueron introducidas en Gran Bretaña alrededor del año 45 d. C. En la época de Darwin, unos quinientos autores habían escrito ya acerca de ellas y de la apicultura. A comienzos del siglo XVIII, Inglaterra se había transformado en el primer productor mundial de productos derivados de la apicultura, como la miel y la cera, al punto que The Philosophical Transactions of the Royal Society of London tenía ya un importante archivo de artículos sobre la vida de las abejas. Es más, el público se había enamorado de esos insectos, especialmente cuando descubrió algunas de sus características más enigmáticas para la historia natural. Escritores entusiastas contaban que las obreras de la colmena alimentadas con "jalea real" se transformaban en reinas y que los mismos huevos producían machos si quedaban sin fertilizar y hembras cuando eran fertilizados por el esperma de un zángano.
En la práctica, el romance de los hombres de ciencia y el público con las abejas implicaba que no era posible pasarlas por alto en El origen de las especies. Por otra parte, Darwin "estaba deslumbrado con las abejas", como dice su biógrafa, Janet Browne. Si había algún aspecto de la vida de las abejas que no se avenía a la teoría de la selección natural, Darwin entendía que había que afrontarlo plenamente para que su teoría fuera verosímil. Uno de esos problemas era la frecuente existencia de castas no reproductivas -es decir, estériles- en insectos tales como las abejas, las avispas y las hormigas. Las obreras integrantes de esas castas son auténticas altruistas. En primer lugar, no se reproducen y suministran todo tipo de recursos a las reinas, individuos de la especie que se reproducen. Esa única característica bastaría para calificarlas de altruistas, en el sentido de que pagan un costo individual para beneficiar a otros. Además, algunas de esas obreras estériles defienden la colmena sin cesar sacrificando, si es necesario, su propia vida. Semejante actitud también constituye un acto de altruismo, de suerte que las obreras estériles que también hacen de soldados en algún sentido son doblemente altruistas. Más aún: las abejas que desempeñan esas tareas no tienen la misma constitución física que otros miembros de la colmena: las diferencias de tamaño y de forma las hacen especialmente aptas para su misión altruista.
Evidentemente, la existencia de insectos sociales estériles era un escollo para la teoría de la selección natural darwiniana, según la cual en las sucesivas generaciones sólo aumentaría la frecuencia de los rasgos favorables a la reproducción del individuo. La esterilidad y el papel suicida de las abejas que defendían la colmena eran, precisamente, rasgos que la selección natural no podría favorecer, y Darwin lo sabía.
Tal como Darwin lo concibió, el proceso de selección natural es simple pero sumamente poderoso: "La selección natural sólo puede actuar preservando y acumulando infinitesimales modificaciones heredadas, cada una de las cuales es beneficiosa para el individuo en cuestión". A modo de ejemplo, Darwin solicitaba a sus lectores que imaginaran un lobo "predador de varios animales, algunos de los cuales consigue atrapar por astucia mientras que a otros los pilla por su fuerza o por su celeridad". Cuando las presas son escasas, la selección natural actúa brutalmente sobre la población de lobos.

"En tales circunstancias -argumentaba Darwin- los lobos más veloces y magros tienen mayor probabilidad de sobrevivir y preservarse, quedando así seleccionados. [...] No veo razón alguna para poner en duda este mecanismo, puesto que el hombre puede aumentar la agilidad de sus galgos por medio de una selección atenta y metódica."

Los lobos que poseen los rasgos más convenientes para cazar tienen una vida más larga y producen más progenie, la que, a su vez, tiene los rasgos que beneficiaron a sus ancestros. Generación tras generación, "por lento que sea el proceso de selección", agregaba Darwin, se acaba en un lobo mejor adaptado para cazar. Nada altruista hay en ese mecanismo: cada lobo se las arregla mejor individualmente si posee ciertos rasgos, y la selección opera aumentando en la población la frecuencia de esas características.
Darwin reconoció que la selección natural no sólo actúa sobre la morfología (como ocurre en el caso de los lobos), sino también sobre el comportamiento. Si algunos rasgos de comportamiento pasaran de los progenitores a la progenie, y si esos rasgos tuvieran efectos intensos y positivos sobre la longevidad y la potencia reproductora, la selección favorecería esas características de comportamiento en detrimento de otras. Darwin dio un ejemplo sumamente elegante de cómo podía operar la selección natural sobre el comportamiento recurriendo a los hábitos de ovoposición del cuclillo, pájaro que deposita sus huevos en el nido de otras especies para que los incuben. ¿Cómo pudo haberse desarrollado una conducta tan insólita? ¿Cuáles son las ventajas que brinda al cuclillo, para que la selección natural la favoreciera?
Según Darwin, son muchos los beneficios potenciales de poner los huevos en nido ajeno. Siguiendo su exposición, imaginemos que en el comienzo del proceso evolutivo algunos cuclillos ponían de vez en cuando los huevos en los nidos de otras especies. Darwin opinaba que ese comportamiento podía ser ventajoso para los cuclillos si "mediante ese hábito esporádico pudieran migrar más temprano [...] o si las crías se desarrollaran con mayor vigor [...] por obra del confuso instinto maternal de otra especie, en lugar del de su propia madre". Sin duda, la selección natural favorecería la migración anticipada y el desarrollo de una progenie más "vigorosa". Habida cuenta de tales ventajas, si las crías de cuclillos heredaran la tendencia de su madre a poner huevos en nido ajeno, cosa que Darwin las creía "propensas" a hacer, "ese insólito instinto de nuestro cuclillo podría generarse y, de hecho, se generó". Una vez más, el altruismo no tiene nada que ver con este proceso. Como en el caso del lobo, si una variante de un rasgo -la morfología esbelta y ágil de lobo o la postura de huevos en el nido de otra especie- es superior a otras, y si existe algún medio para legar rasgos de los progenitores a la prole, entonces la selección natural produce un organismo mejor adaptado.
Actualmente, los biólogos evolucionistas reconocen que la prole se parece a los progenitores porque hereda sus genes. Darwin no sabía nada acerca de los genes ni necesitó la genética moderna para su teoría. Todo lo necesario para él fue darse cuenta de que los rasgos provechosos para la reproducción de alguna manera pasan de los padres a la prole. Cualquier naturalista victoriano que se respetara sabía que la prole se parece a los progenitores, y Darwin no sólo era un buen naturalista; era un gran naturalista.

[...]

El segundo pilar del pensamiento de Darwin acerca de la consanguinidad y la evolución del altruismo fueron sus discusiones sobre los insectos sociales con un colega entomólogo, Fredrick Smith. Según sus palabras, "este principio de selección aplicado no ya al individuo que no puede procrearse sino a la familia que produce esos individuos es el que ha seguido, a mi juicio, la naturaleza en el caso de los individuos neutros entre los insectos sociales". En algunos lugares se refiere a este proceso como selección a escala de la comunidad (la colmena, por ejemplo) en lugar de hablar de los parientes consanguíneos. De hecho, según la reseña de Robert Richards en Darwin and the emergence of evolutionary theories of mind and behavior, Darwin habló en muchos casos de esa selección "en el nivel comunitario". No obstante, cuando se trataba del altruismo y los insectos sociales, las comunidades a las que hizo referencia en El origen de las especies estaban constituidas casi siempre por parientes consanguíneos. Aclarado esto, podemos agregar que los herederos intelectuales de Darwin retomaron la idea de selección en el nivel de la comunidad en sus propias indagaciones para comprender la evolución del altruismo.
En algún sentido, al recurrir a la explicación consanguínea, Darwin planteó el enigma del altruismo y lo resolvió. Reconoció el problema -como en el caso de los insectos estériles- y formuló a la vez su solución, que hoy llamaríamos selección por parentesco. No obstante, no consiguió saldar la cuestión en dos aspectos muy importantes que habrían de acosar a los evolucionistas durante todo el siglo posterior a la publicación de su libro. En primer lugar, en ausencia de experimentos de algún tipo o de un encuadre matemático para su teoría, nunca pudo dar respuesta a los interrogantes que ella planteaba, a saber, ¿cómo funciona precisamente lo que hoy llamamos selección por parentesco? Por ejemplo, ¿cómo afecta el grado de consanguinidad a la evolución del altruismo? La relación entre algunos parientes, como los progenitores y la prole, o los hermanos es muy estrecha, pero la relación entre otros parientes, como los primos segundos, es mucho más lejana. ¿Importa el grado de parentesco y, de ser así, qué implica en cuanto a las predicciones que puedan hacerse con respecto a la evolución del altruismo? Más aun: ¿tiene importancia para el altruista el costo de su acto o el grado de beneficio que entraña? De ser así, ¿cómo han de medirse los costos y beneficios y, algo mucho más fundamental, cómo los afecta la ecología?
Todas esas preguntas reclamaban una respuesta. A largo plazo, en realidad, iban a exigir un modelo matemático del parentesco y del altruismo que permitiera hacer predicciones específicas y verificables. En ausencia de un modelo, las ideas de Darwin sobre el tema se parecían a una formulación verbal de la teoría de la relatividad de Einstein: simpáticas, pero necesitadas de las frías ecuaciones imprescindibles para fundamentar una teoría sólida. Pasarían cien años antes de que aparecieran en el horizonte los modelos matemáticos de la selección por parentesco.
El segundo tema que Darwin planteó -y que, en algún sentido, es tan importante como el primero- jamás formó parte de los futuros debates sobre la consanguinidad y el altruismo, aunque se entremezcló en ellos permanentemente. Se trata de una pregunta que tiene interés para un auditorio mucho más amplio: ¿acaso las presiones evolutivas que favorecen la bondad y la generosidad se extienden más allá de los parientes consanguíneos? Desde una perspectiva evolucionista, ¿en qué medida suponemos que la generosidad es un asunto que incumbe exclusivamente a la familia?
Pongamos una situación concreta como ejemplo: un juez dictamina que se debe arrancar a un niño del hogar de sus padres sustitutos o adoptivos -quizás el único hogar que el niño conoció- para devolverlo a sus padres biológicos. El público reacciona con indignación. Sin embargo, en la mayoría de esas situaciones el juez no tiene prácticamente ninguna opción. En nuestro sistema jurídico, en ausencia de alguna aberración grave en los padres biológicos que los incapacite para criar a su hijo, la ley considera que el parentesco de sangre es una relación especial que la sociedad debe proteger. Desde luego, el hecho de que una idea se haya incorporado al código jurídico no implica que sea válida científicamente. Pero el meollo de la cuestión para nosotros es otro: la idea de que el altruismo es particularmente intenso entre los parientes consanguíneos es tan universal que se ha abierto camino en el cuerpo mismo de las leyes. Darwin no se pronunció al respecto. No obstante, lo que en un comienzo fue un debate científico sobre la evolución de los insectos sociales termina teniendo consecuencias mucho más vastas.
Estas consecuencias también eran evidentes en la época de Darwin. Al abordar directamente el problema del altruismo entre las abejas, Darwin no sólo hizo frente a una objeción importante para su teoría científica, sino que se distanció aun más de algunos religiosos que ya combatían su idea de que los procesos naturales podía explicar la diversidad de la vida. Pues al analizar el altruismo, las relaciones de parentesco y los insectos sociales, Darwin no utilizaba su teoría para sugerir meramente cómo había surgido una nueva especie de lapa o de gusano: formulaba, más bien, una hipótesis sobre el origen del autosacrificio, tema reservado hasta entonces a la religión. Peor aun, sus ideas implicaban sin lugar a dudas que podía haber (y había) altruismo en criaturas que no eran humanas y que, estudiándolas, podríamos tal vez comprender mejor nuestra propia tendencia al altruismo, especialmente con respecto a los parientes consanguíneos.
No sólo inquietó a la gente religiosa lo que decía Darwin acerca del parentesco y el altruismo, y no es de extrañar que fuera así. Darwin se mantuvo en terreno seguro mientras abordó estructuras anatómicas complejas como el ojo de los insectos, porque esos temas estaban más allá de la comprensión del público profano en la materia y más allá, incluso, de su interés. Pero el altruismo es otra cosa: son muy pocos los que tienen teorías propias sobre la evolución del ojo de los insectos, pero casi todos tienen ideas propias sobre por qué los seres humanos son o no altruistas. Son ideas que provienen a veces de la filosofía, la religión y la política, y otras veces surgen exclusivamente de sentimientos viscerales sobre por qué somos como somos. Desde ya, los hombres de ciencia también tienen opiniones filosóficas, religiosas y políticas, y no son inmunes a la influencia de esas ideas sobre su trabajo científico, especialmente cuando las cuestiones que estudian tienen, por su propia índole, implicaciones filosóficas, religiosas y políticas.
A lo largo de este volumen, veremos una y otra vez que las opiniones personales se filtraron en la odisea de cien años que llevó de las ideas originales de Darwin a los modelos matemáticos modernos sobre el altruismo y el parentesco. Sin duda, la gente de ciencia puede idear experimentos muy objetivos sobre el altruismo y el parentesco aun cuando tenga su propia opinión al respecto. Simplemente, es más difícil hacerlo en este tema, que tan vastas implicaciones tiene sobre los fundamentos de la bondad, cuestión que a todos preocupa. Varios de los hombres de ciencia que encontraremos en el curso de este libro parecían casi obsesionados por comprender el papel del parentesco en la evolución del altruismo, mucho más preocupados por el tema de su interés que los científicos que estudiaban otras características. La razón es muy simple: desentrañar el papel que desempeña el parentesco con respecto al altruismo no sólo sería reconocido como una proeza científica de importancia (que lo era) sino que nos enseñaría muchísimo sobre nuestra propia naturaleza.
Dada la importancia que tiene el deseo de comprender la bondad -o su ausencia- para la psiquis humana, no sorprende que poco después de la publicación de El origen de las especies los debates sobre la consanguinidad y la evolución del altruismo adquirieran un cariz personal. En 1888, se redobló el encono manifiesto en la larga polémica que habían mantenido sobre el tema dos personalidades ilustres en la época: Thomas Henry Huxley -el "cancerbero de Darwin"- y Piotr Kropotkin, príncipe ruso que había abrazado el anarquismo y que escribió un libro clásico sobre la evolución y el parentesco titulado La ayuda mutua. Huxley llevó las ideas de su viejo amigo Darwin hasta su extremo lógico argumentando que el altruismo era poco frecuente y que, cuando aparecía, siempre estaba vinculado con el parentesco consanguíneo. Kropotkin consideraba las cosas de una manera radicalmente distinta. Según él, se podía rastrear el altruismo (que llamaba "ayuda mutua") en todo el mundo, y nada tenía que ver con las relaciones de parentesco. La disputa con Kropotkin haría comprender a Huxley cabalmente el lamento que había formulado Darwin: "a menudo pienso que mis amigos (usted mucho más que otros) tienen buenos motivos para aborrecerme por haber removido tanto lodo y haberlos puesto en un trance tan desagradable".

 

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