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John Dupré

El legado de Darwin

Qué significa hoy la evolución


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Introducción

Mi ocupación es todavía inusual en el Reino Unido, aunque resulta más común en los Estados Unidos, donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida profesional. Me gradué en filosofía, pero me dedico al estudio de la biología. Al igual que cualquier otro filósofo de la biología que conozco, he pasado mucho tiempo pensando acerca de la evolución. Los biofilósofos, de manera típica, invierten una buena cantidad de su tiempo reflexionando sobre preguntas más bien mínimas con respecto a la evolución: ¿La selección natural actúa sobre los genes o sobre los organismos individuales? ¿La evolución se produce a un ritmo constante o avanza en arrebatos intermitentes? ¿En qué medida los organismos se adaptan de manera óptima a su entorno? Pero por cierto, también se plantean grandes preguntas. ¿Qué nos dice la evolución sobre nosotros mismos? ¿Sobre el lugar que ocupamos en el universo? ¿Sobre Dios? En este libro intento destilar mis opiniones sobre estos temas, a las que he ido dando forma durante varias décadas, concentrándolas en un delgado volumen. Expresada de manera más general, la pregunta a la que pretendo responder es: ¿qué nos dice la evolución acerca de nosotros mismos y de nuestro mundo? O, expresada de otra manera, ¿por qué a nosotros (que no somos biólogos) debería importarnos la evolución? La respuesta que ofrezco en este libro es que la evolución tiene de hecho trascendentales consecuencias para nuestra visión de nosotros mismos y de nuestro lugar en el universo, pero que no tiene en realidad la clase de consecuencias más ampliamente difundidas en la actualidad. En particular, tiene una utilidad limitada en lo que se refiere al esclarecimiento de la naturaleza humana.
Pocas personas dudan de la importancia de la teoría de la evolución. Su desarrollo es, al menos, uno de los logros paradigmáticos de la ciencia occidental. Podemos estudiar la teoría de la evolución como un ejemplo de la manera en que se puede acceder a una profunda interpretación de nuestro mundo. Pero, por cierto, este conocimiento no es tan sólo interesante como ejemplo de conocimiento, sino que además ha afectado profundamente la comprensión que tenemos de nosotros mismos y del lugar que ocupamos dentro del universo. Aunque algunos consideran que la teoría de la evolución es algo semejante a un relato novelístico de los métodos usados por Dios para crear el mundo, para otros esa teoría es el último elemento esencial de una visión naturalista y materialista del universo, que, desde su postulación, eliminó el último lugar de refugio donde podía ocultarse un Dios o los dioses. En un nivel más mundano, el acto de explicar cómo fue que los aspectos de la naturaleza humana surgieron a partir de las exigencias de nuestra historia evolutiva se ha convertido en uno de los métodos más confiables para escribir un best-seller. Otros han acusado a los autores de estos best-seller de relatar cuentos seudocientíficos, o incluso de cosas peores. Estos debates se han contado entre los más caldeados de los que se han producido recientemente en el ámbito intelectual. Ese grado de apasionamiento y virulencia se da por descontado en los enfrentamientos entre evolucionistas y creacionistas, pero las disputas internas de la biología, en las que famosas figuras públicas tales como E. O. Wilson, Steven Pinker o Richard Dawkins se han alineado contra biólogos como Richard Lewontin, Steven Rose y Stephen Jay Gould, no han sido menos vitriólicas. Este volumen ofrece un examen de esos debates y da una opinión acerca de cuál es la posición que resulta más creíble.

Creencia y escepticismo
Ha habido tensión entre la evolución y la biología desde que el obispo Samuel Wilberforce -según una anécdota famosa, pero posiblemente apócrifa- le preguntó al gran defensor de Darwin, T. H. Huxley, si alegaba descender del mono por la línea materna o por la paterna de su familia. Hoy los fundamentalistas cristianos todavía consiguen quedar en una posición ridícula al intentar eliminar la enseñanza de la teoría de la evolución de los programas escolares. Por supuesto, casi todos los cristianos son más inteligentes, y suelen reiterar cada vez más su convicción de que no existen grandes dificultades para reconciliar las ideas evolutivas con la fe cristiana. Esa opinión ha sido defendida por prominentes biólogos y filósofos. En lo personal, no coincido en absoluto con esa conciliación. Situándome en la poco familiar compañía de Richard Dawkins, el más prominente científico contemporáneo ateo, y de los cristianos fundamentalistas, creo que se trata de concepciones enfrentadas, y que las personas de creencias religiosas acendradas sienten un temor bien fundamentado ante la aceptación generalizada del pensamiento evolutivo.
El escepticismo siempre ha sido una de las mayores contribuciones intelectuales de la filosofía. Muchos filósofos han profesado admiración por la ciencia, no tanto a causa de sus descubrimientos sino más bien debido a los métodos cautos, provisorios y hasta escépticos empleados por los mejores científicos. Un ejemplo extremo de esta actitud fue la del hombre que tal vez haya sido el más famoso filósofo de la ciencia, sir Karl Popper. Popper no pensaba que ninguna afirmación científica debía ser necesariamente considerada verdadera. Lo que admiraba era la tendencia de los científicos a refutar las hipótesis. Sin duda, Popper exageraba la importancia de esta tendencia, elevando el proceso de refutación hasta convertirlo en la base de toda metodología genuinamente científica, pero no hay duda de que la actitud que expresa su tesis resulta admirable.
Yo, por mi parte, sostengo que a veces la ciencia puede acumular suficientes evidencias para respaldar sus afirmaciones, haciendo imposible cualquier refutación, y creo que ciertas tesis evolutivas generales han alcanzado ese nivel de credibilidad. (En determinado momento, Popper alegó que la evolución era infalsificable, y que por lo tanto no se trataba de una teoría científica genuina, aunque más tarde se retractó de su argumentación.) La idea crucial en este caso es la de evidencia. Otra tradición filosófica a la que suscribo es la del empirismo, el compromiso de considerar que el conocimiento se basa, en última instancia, sobre las evidencias de la experiencia. La idea básica de que cualquier límite de nuestro escepticismo, cualquier proposición acerca de nuestro mundo que estemos autorizados a creer, debe basarse en evidencias, me parece absolutamente correcta. Y, tal como argumento en detalle en el capítulo 4, este principio descarta cualquier teología bien fundamentada. Para expresarlo simplemente, tenemos evidencias que respaldan la teoría de la evolución, pero no hay ninguna evidencia que respalde la creencia en una deidad. Ésta, supongo, es una buena razón para que nos importe la evolución.

La evolución y la naturaleza humana
Mi escepticismo con respecto a las afirmaciones religiosas no se basa en un compromiso dogmático con las afirmaciones de la ciencia. Por el contrario -y tal vez precisamente en este punto el enfoque de un filósofo suele diferenciarse del enfoque con el que un biólogo aborda este tema-, adopto también una actitud escéptica ante muchas afirmaciones supuestamente científicas. En particular, considero que todos los intentos de considerar la evolución como la clave de todas las mitologías, y como el camino hacia la profunda comprensión de la naturaleza humana, resultan absolutamente equivocados. Esas ideas están actualmente muy en boga, tal vez de manera más notoria en el trabajo de los así llamados psicólogos evolutivos.
En el capítulo 5 considero la relación de los humanos con el resto del reino animal. Gran parte del pensamiento religioso trata de erigir una barrera infranqueable entre los humanos y los demás animales: nosotros, pero no ellos, tenemos alma. En el otro extremo, los psicólogos evolutivos suelen repetir que nosotros somos tan sólo una especie animal como cualquier otra, y explotan esta afirmación para defender diferentes tesis acerca de la naturaleza humana. Así, por ejemplo, el argumento de que las mujeres tienden naturalmente a buscar hombres de sustanciales recursos puede presentarse junto con una exposición acerca del alcaudón gris. Los pájaros machos de esa especie acumulan distintos alimentos y toda clase de chucherías en el nido (plumas, trozos de tela) para atraer a las hembras codiciosas. Por medio de este ejemplo se insinúa que los hombres dispuestos a proporcionar una linda casa en los suburbios, con bellos cortinados y una alacena bien provista serán más atractivos para la hembra humana. O, en un ejemplo más siniestro, la descripción de patos acechantes ocultos detrás de los arbustos, que se revelan de un salto para asaltar sexualmente a las patas que pasan sirve como evidencia de que también los hombres pueden tener una disposición natural a la violación.
En este punto me descubro, inesperadamente, más cerca del lado de los ángeles. Aunque no creo en absoluto en el alma inmortal, las inferencias trasladadas analógicamente de la conducta animal a la conducta humana me resultan sospechosas. En general, es cierto que esos paralelismos suelen ser poco más que ornamentales. El hecho de que un rasgo se desarrolle en una especie tan sólo demuestra que puede desarrollarse, y el hecho de que algunas otras especies carezcan de ese rasgo demuestra que puede no desarrollarse. Los detalles de la conducta de especies no relacionadas entre sí son, por lo tanto, de escasa relevancia cuando se trata de entender una especie en particular, como ocurre en el caso de la nuestra.
Pero también es importante que no seamos injustos con aquello que nuestra propia especie tiene de extraordinario. Nuestra común carencia de almas inmortales no nos impide ser muy diferentes -y en aspectos relevantes- de otras criaturas con las que coexistimos. Nuestras culturas son órdenes de una magnitud más compleja que cualquier sistema social no humano que conozcamos, y no hay duda de que la clave de la posibilidad de esas culturas es la inigualada complejidad de los lenguajes humanos. Esta afirmación no es en absoluto original, pero con frecuencia suele ser oscurecida por gran parte de la teorización evolutiva más popular. Nuestras palabras, de hecho, pueden ser nuestra mejor alternativa de inmortalidad.
El capítulo 6 se ocupa directamente de la psicología evolutiva. En general, los psicólogos evolutivos consideran que sus principales oponentes son los científicos sociales, que suelen atenerse a algo llamado Standard Social Science Model (Modelo Estándar de la Ciencia Social), o SSSM, según el cual la mente humana es un producto de la cultura que no está en absoluto determinado por ninguna clase de biología humana. Tal como lo expresa Steven Pinker en un libro reciente, creen que la mente humana es "una pizarra en blanco". En oposición a ese enfoque, los psicólogos evolutivos alegan que la naturaleza humana es mucho menos variable de lo que habitualmente se supone, y que en realidad está constituida por un gran número de módulos mentales, estructurados por selección natural y destinados a generar una conducta evolutivamente óptima como respuesta a las claves ofrecidas por el entorno. Se trata de un esquema que parece coincidir profundamente con la Zeitgeist contemporánea. Pero en mi opinión es también profundamente erróneo.
Es notoriamente peligroso suponer que la comprensión de cómo se produjo algo es la manera correcta de entender qué es lo que hace y cómo funciona. Sería erróneo inferir del hecho de que George W. Bush desciende de poderosos políticos que se trata de una persona bien equipada para ser un político, y sería igualmente erróneo inferir del hecho de que Bush pasó gran parte de su vida en la industria petrolera que sus políticas han tendido a favorecer los intereses de la industria del petróleo. Es necesario investigar ambas afirmaciones por sus propios méritos. Ambas pueden insinuar la existencia de procesos causales que podrían haber conducido a las características sugeridas, pero hace falta mucho más para establecer que esas características existen y son concretas. No pretendemos negar que la historia tiene importancia. Como todos sabemos, los que son ignorantes de la historia están condenados a repetirlas. Pero la historia no sólo nos proporciona un conocimiento de la naturaleza humana sino que también es, en parte, un determinante de la naturaleza humana. Por ejemplo, se ha vuelto cada vez más común pensar que la exigencia de modalidades de gobierno democráticas es una expresión fundamental de la naturaleza humana. Pero si lo es, lo es tan sólo porque se convirtió en eso a través de una larga historia de luchas y disputas.
Lo que quiero decir fundamentalmente con esto es que, dado que la historia importa, debemos preguntarnos cuál parte de ella es la que importa. Los psicólogos evolutivos alegan que la historia que importa, la historia que sentó los elementos fundamentales de la naturaleza humana, es la totalidad de la curva del tiempo evolutivo. Argumentan que algo de naturaleza histórica tan efímera como la preferencia por la democracia es un dato demasiado superficial para que se lo considere parte de la naturaleza humana. Mi propia opinión es que la historia más reciente es, en general, mucho más relevante. Sin duda, gran parte de la evolución del cerebro se produjo mucho antes de que existieran seres que pudieran considerarse humanos, y que sin esta evolución la mente humana tal vez no hubiera existido. Pero para entender la mente humana, o la naturaleza humana, debemos estudiar las maneras, mucho más particulares, en las que las culturas particulares se han desarrollado y han evolucionado conjuntamente con la gente que vive en ellas.
Vinculando esta última afirmación con la exposición anterior acerca de la evolución y la teología, propongo que dos escalas temporales extremas engloban las partes de la historia verdaderamente importantes para nosotros. Una de ellas es la de los períodos muy largos. Fue enormemente importante descubrir, en primer término, que había existido un lapso muy extenso, y no los pocos miles de años establecidos por los antiguos exégetas bíblicos. Es aun más importante el hecho de que ahora tengamos un cuadro general de la clase de cosas que existieron y que no existieron durante esos eones de los que no éramos conscientes. Pero, por último, es igualmente importante apreciar la variedad de clases de conducta humana que se desarrollaron en los últimos miles de años.
Sin duda es de gran interés tratar de entender cómo eran las criaturas que evolucionaron hasta convertirse en los humanos modernos. Ese proyecto ha conducido a la psicología evolutiva a poner su énfasis en la Edad de Piedra, es decir más o menos el último millón de años de evolución. Sin duda, se trata de una parte importante de la historia prehumana, pero en el estudio de este período hay bastante menos para aprender acerca de los humanos modernos de lo que suponen los psicólogos evolutivos. Resulta que una parte esencial de la razón por la cual debemos ocuparnos de la evolución es decidir cuáles son los aspectos de la evolución que revisten para nosotros mayor importancia.
El tema final que abordo es el de la relevancia de la evolución en las clasificaciones contemporáneas de los humanos, y en particular las clasificaciones de los humanos que han causado las mayores controversias y los más grandes sufrimientos: la raza y el sexo. Aparte de los inquietantes balbuceos sobre las ventajas evolutivas de la xenofobia, la psicología evolutiva no ha tenido demasiado que decir acerca de la raza. Y es mejor que las cosas sigan así. No obstante, tenemos una idea bastante precisa de lo que probablemente haya sido la historia evolutiva de las diferencias raciales, y sin duda puede resultar más útil y menos dañoso tenerla en cuenta al tratar el tema de la raza. El sexo es un tema absolutamente distinto, y por cierto ha sido el objeto de investigación más importante de los psicólogos evolutivos. Ya he mencionado el supuesto enfoque económico de las mujeres respecto de la elección de pareja sexual y la supuesta tendencia masculina a la violación. En esta área no hay límite discernible para las extravagantes afirmaciones que se hacen a veces basadas en fundamentos evolutivos. Ben Greenstein, un biólogo dedicado al estudio de las hormonas, escribe en la solapa de su libro, The fragile male: "Primero y primordialmente, el hombre es un fertilizador de mujeres. Su necesidad de inyectar sus genes en una mujer es tan fuerte que domina su vida desde la pubertad hasta la muerte. Esta necesidad es incluso más intensa que la necesidad de matar".
Se trata de un ejemplo extremo, pero sirve como representación dramática del problema. Se abusa en este caso del pensamiento evolutivo, empleándolo para pintar un cuadro crudo y a veces hasta repugnante de la naturaleza humana, y es una imagen que ha recibido una amplia difusión. De los hechos de la evolución no se desprende ninguna visión de la naturaleza humana que se asemeje a ésa. Más adelante, explicaré en este volumen exactamente los puntos erróneos de las argumentaciones que supuestamente han conducido a la construcción de esa visión.
El último tema me lleva de regreso a los primeros capítulos del libro, de los que aún no he dicho nada. En los capítulos 2 y 3 trato de explicar lo que es la teoría de la evolución y para qué sirve o, más específicamente, qué clases de cosas puede explicar. Ésta es la parte del libro que seguramente causará mayor irritación a mis colegas profesionales, ya que expresa algunas opiniones polémicas acerca de la interpretación de la teoría científica, y que probablemente resultará más pesada para el lector general, ya que el tema está bastante distanciado de las implicaciones directas del pensamiento evolutivo, que constituye el tópico principal de este volumen. En este punto le pido paciencia al lector. Obviamente, no podemos decidir qué implica la evolución si no tenemos una concepción bastante precisa de lo que es. Resulta que, también en este caso, algunas ideas bastante simplistas han cobrado gran difusión popular. Sin embargo, nuestra idea de la evolución continúa desarrollándose, y en direcciones que nos permiten ver con toda claridad las dificultades con las que se topan las especulaciones que serán tema de los últimos capítulos.
Ésta, entonces, es la visión que un filósofo tiene de la evolución. Se trata de un enfoque filosófico basado en el escepticismo y en el empirismo. Al hablar de escepticismo, no me refiero a que reflexionaré a la manera en que se les exige hacerlo a los estudiantes de filosofía de primer año acerca de si no seremos todos cerebros suspendidos en fluidos nutrientes, en cuyas cortezas cerebrales unos alienígenas extremadamente inteligentes introducen datos y experiencias. Más bien, este libro se dedicará a preguntar si disponemos de sólidos fundamentos para creer todas esas cosas que la ciencia, la autoridad, la tradición y demás nos alientan a creer. El empirismo proporciona el estándar al que las creencias deberían adecuarse. Si somos capaces de descubrir en qué clase de mundo vivimos, sin duda la mejor manera de hacerlo es por medio de nuestra experiencia de ese mundo. La ciencia siempre ha aspirado al empirismo pero no siempre ha estado a la altura de esa aspiración.
Es ésta una concepción austera de la manera en que deberíamos decidir qué creer, y tal vez no resulte agradable para muchas personas. Pero la fascinante lección de la ciencia es que es posible aprender sobre nuestro mundo, y hacerlo a un nivel increíblemente profundo. Es vital que esa posibilidad no nos tiente a tomar atajos en la investigación que podrían llevarnos de regreso al dogmatismo de las visiones de mundo precientíficas. Con la esperanza de contribuir a evitar ese peligro, defiendo este enfoque escéptico de uno de nuestros mayores logros científicos.

 

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