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Eva Illouz

La salvación del alma moderna

Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda


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Introducción

En las últimas tres décadas se han acumulado sostenidamente los estudios y las críticas de la terapia. Aunque difieren en método y en perspectiva, acuerdan en el hecho de que la doctrina terapéutica es moderna por excelencia, y en que es moderna en aquello que es más inquietante en la modernidad: la burocratización, el narcisismo, la construcción de un falso yo, el control de las vidas modernas por parte del Estado, el colapso de las jerarquías culturales y morales, la intensa privatización de la vida causada por la organización social capitalista, el vacío del yo moderno separado de las relaciones comunales, la vigilancia a gran escala, la expansión del poder y la legitimación estatales, y la "sociedad del riesgo" y el cultivo de la vulnerabilidad del yo. Los estudios acerca del discurso terapéutico podrían por sí solos proporcionarnos un compendio de los variados temas que constituyen a la sociología (y la crítica) de la modernidad.
La crítica comunitarista de la modernidad sostiene que la psicología expresa un individualismo atomizado que crea -o, al menos, fomenta- las mismas enfermedades que asegura curar. Así, mientras que la psicología supuestamente trata nuestra creciente dificultad para ingresar o permanecer en relaciones sociales y ayuda a resolverla, fomenta de hecho que pongamos nuestras necesidades y preferencias por encima de nuestros compromisos con los otros. Bajo el patrocinio del discurso terapéutico, las relaciones sociales son disueltas por un utilitarismo pernicioso que aprueba una falta de compromiso con las instituciones sociales y legitima una identidad narcisista y superficial.
Autores como Lionel Trilling, Philip Rieff, Christopher Lasch y Philip Cushman han interpretado el ascenso de la visión terapéutica del mundo como un signo del declive de un dominio autónomo de la cultura y de los valores. Gracias al consumo y a la práctica terapéutica, el yo ha sido rápidamente integrado a las instituciones de la modernidad, haciendo que la cultura pierda su poder de trascendencia y de oposición a la sociedad. La propia capacidad de seducción del consumo y de la autoabsorción terapéutica marcan el declive de cualquier oposición seria a la sociedad y el agotamiento cultural general de la civilización occidental. Ya sin capacidad para crear héroes y establecer valores e ideales culturales, el yo se ha retirado dentro de su propio caparazón vacío. Al hacernos un llamamiento a retirarnos dentro de nosotros mismos, la doctrina terapéutica nos ha hecho abandonar los grandes mundos de la ciudadanía y la política, y no puede proporcionarnos un modo inteligible de conectar el yo privado con la esfera pública, porque ha vaciado al yo de su contenido comunitario y político, reemplazándolo por su preocupación narcisista por sí mismo.
La crítica más radical del discurso terapéutico -y probablemente la más influyente- ha sido inspirada por la historización de los sistemas de conocimiento llevada a cabo por Michel Foucault. El abordaje de Foucault del discurso terapéutico se interesa menos en restaurar comunidades de sentido que en exponer los modos en que el poder es entrelazado verticalmente y horizontalmente en el tejido social. Foucault desencadenó un notorio golpe fatal al psicoanálisis al revelar que su glorioso proyecto de liberación del yo era una forma de disciplinamiento y de sujeción al poder institucional "por otros medios". Foucault sugirió que el "descubrimiento" científico de la sexualidad que está en el centro del proyecto psicoanalítico continúa una larga tradición en la cual, a través de la confesión, se hace que los sujetos investiguen y digan la verdad acerca de sí mismos. En el terreno terapéutico nos inventamos a nosotros mismos como individuos, con carencias, necesidades y deseos a ser conocidos, categorizados y controlados en pos de la libertad. A través de las categorías mellizas del "sexo" y "la psiquis", la práctica psicoanalítica nos hace buscar la verdad acerca de nosotros mismos, y es definida así en términos de descubrimiento de esa verdad y de hallazgo de la emancipación en esa búsqueda. Lo que lleva a que los "discursos psi" sean particularmente efectivos en la era moderna es que hacen de la práctica del autoconocimiento un acto simultáneamente epistemológico y moral. Lejos de mostrar el rostro duro del censor, el poder moderno adopta el rostro benevolente de nuestro psicoanalista, que no resulta ser sino un nodo de una vasta red de poder, una red omnipresente, difuminada y total en su anonimia y su inmanencia. El discurso del psicoanálisis es así una "tecnología política del yo", un instrumento usado y desarrollado en el marco general de la racionalidad política del Estado; su mismo objetivo de emancipar al yo es lo que hace que el individuo sea dócil y disciplinado. Allí donde los sociólogos comunitaristas ven el discurso terapéutico como uno que clava una cuña entre el yo y la sociedad, Foucault sugiere, por el contrario, que a través de la terapia el yo es imperceptiblemente puesto a trabajar para un sistema de poder y dentro de él.
Aunque este libro no puede evitar tener implicaciones para la crítica de la modernidad, me gustaría eludir por completo esa crítica. Ya sea que el discurso terapéutico amenace las comunidades morales de sentido, mine a la familia, oprima a las mujeres, disminuya la relevancia de la esfera política, corroa la virtud y el carácter moral, ejerza un proceso general de vigilancia, refuerce el caparazón vacío del narcisismo o debilite al yo, todo ello no me preocupa (aun cuando algunas de estas cuestiones no puedan no rondar parte del análisis subsiguiente). Mi propósito no es documentar los efectos perniciosos del discurso terapéutico ni discutir su potencial emancipatorio, tareas que ya han sido magistralmente llevadas a cabo por muchos otros. Mi intención aquí es más bien apartar el campo de los estudios culturales de la "epistemología de la sospecha", de la cual ha dependido en demasía. O, para decirlo con otras palabras, deseo analizar la cultura sin la presunción de saber por adelantado cómo deberían verse las relaciones sociales. Utilizando el abordaje sociológico a los objetos científicos de Bruno Latour y Michael Callon, convoco a los estudiosos de la cultura a adoptar dos principios: el principio del "agnosticismo" (tomar una postura amoral hacia los actores sociales) y el principio de simetría (explicar fenómenos diferentes de manera similar o simétrica). El objetivo del análisis cultural no es medir las prácticas culturales con respecto a aquello que deberían ser o a aquello que deberían haber sido, sino más bien entender de qué modo han llegado a ser lo que son y por qué, siendo aquello que son, "consiguen cosas" para la gente. Así, a pesar de su brillantez, un abordaje foucaultiano no sería pertinente debido a que Foucault utilizaba conceptos generalizadores -"vigilancia", "biopolítica", "gubernamentalidad"- que tienen algunos defectos fatales: no toman seriamente las capacidades críticas de los actores; no preguntan por qué los actores se ven a menudo profundamente comprometidos y absorbidos por los significados; y no diferencian entre esferas sociales, colapsándolas bajo lo que el sociólogo francés Philippe Corcuff ha denominado conceptos bulldozer, conceptos tan abarcadores que terminan aplanando la complejidad de lo social (por ejemplo, "biopoder" o "vigilancia"). Como espero poder demostrar, es crucial llevar a cabo tales diferenciaciones. Un análisis denso y contextual de los usos y los efectos de la terapia revela que no hay un efecto general único (de "vigilancia" o "biopoder"). Por el contrario, estos usos y efectos difieren significativamente según si tienen lugar en el dominio de una empresa, del matrimonio o del grupo de apoyo (respectivamente, véanse los capítulos 3, 4 y 5).
Si todas las críticas del discurso psicoanalítico coinciden en señalar que éste ha "triunfado", y si algunos estudios notables detallan ahora qué es lo que ha "triunfado" en la terapia, todavía no sabemos demasiado acerca de cómo y por qué ha triunfado. Al tratar esta cuestión, me aparto de los abordajes críticos a la cultura que descansan en la epistemología de la sospecha para exponer sistemáticamente cómo una práctica cultural lleva a cabo (o no logra llevar a cabo) una práctica política específica. En lugar de ello, sostengo que una crítica de la cultura no puede ser llevada a cabo adecuadamente antes de que entendamos el mecanismo de la cultura: cómo son producidos los significados, cómo son entrelazados en el tejido social, cómo son usados en la vida diaria para conformar las relaciones y tratar con un mundo social incierto, y por qué llegan a organizar nuestra interpretación del yo y de los otros. Como espero demostrar, tanto el análisis como la crítica del ethos terapéutico adquieren un nuevo aspecto cuando no se los predica sobre la base de supuestos políticos a priori acerca de cómo deberían ser las relaciones sociales. En lugar de ello, mi análisis adhiere a la comprensión pragmática de que los significados y las ideas deberían ser vistos como herramientas útiles, esto es, como herramientas que nos permiten llevar a cabo ciertas cosas en la vida diaria.

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