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James M. Buchanan

Los límites de la libertad

Entre la anarquía y el Leviatán


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Prefacio

Los preceptos para lograr vivir juntos no van a caer del cielo. Los hombres deben hacer uso de su propia inteligencia para imponer orden en el caos, inteligencia no en un sentido científico, orientada a la resolución de problemas, sino en un sentido más difícil que implica llegar a un acuerdo entre ellos mismos y mantenerlo. La anarquía es ideal para hombres ideales; los hombres apasionados deben ser razonables. Como han hecho tantos antes que yo, examino las bases para una sociedad de hombres y mujeres que quieren ser libres pero que reconocen los límites inherentes que la interdependencia social impone sobre ellos. La libertad individual no puede carecer de fronteras, pero las mismas fuerzas que hacen necesarios algunos límites pueden, si se les permite, restringir la amplitud de la libertad humana mucho más allá de lo sostenible.
Partimos de aquí, de donde estamos, y no de un mundo idealizado poblado por seres que tienen una historia distinta e instituciones utópicas. Es esencial hacer una cierta evaluación del statu quo antes de que se pueda empezar a discutir las perspectivas de mejora. ¿Las instituciones que existen en la actualidad, podrían haber surgido conceptualmente de un comportamiento contractual de los hombres? ¿Se puede explicar el conjunto de derechos existentes en términos básicamente contractuales? ¿Cómo y por qué se mantienen estos derechos? La relación entre los derechos individuales y la presunta distribución de talentos naturales debe ser significativa para la estabilidad social. El orden social, como tal, implica algo parecido a un contrato, o a un cuasicontrato, social, pero es esencial que respetemos la distinción categórica entre el contrato constitucional que delinea derechos, y el contrato posconstitucional que atañe a los intercambios de estos derechos.
Los hombres quieren verse libres de restricciones, y al mismo tiempo reconocen la necesidad de orden. Esta paradoja de ser gobernado se hace más intensa a medida que se incrementa la parte politizada de la vida, a medida que el Estado asume más poder sobre los asuntos personales. El Estado cumple una función doble: hacer cumplir el orden constitucional y proveer "bienes públicos". Esta dualidad genera sus propias confusiones y malentendidos. La "ley" en sí misma es un "bien público", que conlleva todos los problemas conocidos para garantizar una conformidad voluntaria. Hacer cumplir la ley es esencial, pero la negativa de aquellos que cumplen la ley a castigar, y a castigar de manera efectiva, a aquellos que la incumplen augura, por fuerza, la erosión y la destrucción final del orden que observamos. En la sociedad moderna estos problemas surgen incluso cuando el gobierno responde de manera ideal a las demandas de los ciudadanos. Cuando el gobierno adquiere una vida propia e independiente, cuando el Leviatán está vivo y respira, nace un conjunto adicional de aspectos relativos al control. La "anarquía ordenada" sigue siendo el objetivo, pero ¿"ordenada" por quién? Ni el Estado, ni el salvaje son nobles, y es preciso hacer frente a esta realidad de manera directa.
Las instituciones evolucionan, pero las que sobreviven y prosperan no son necesariamente las "mejores", según la evaluación de los hombres que viven bajo su gobierno. Puede que la evolución institucional ponga a los hombres, cada vez con más frecuencia, en las situaciones que describe el dilema, conocido gracias a la teoría de juegos moderna. Es posible que la huida general sólo pueda llevarse a cabo mediante una auténtica revolución en la estructura constitucional, con una nueva redacción del contrato social. Esperar que se lleve a cabo tal revolución quizá parezca visionario, y en ese sentido el libro puede considerarse cuasi utópico. Sin embargo, es necesario que el pensamiento preceda a la acción, y si este libro lleva a los filósofos sociales a pensar más en "alcanzar" la mejor sociedad y menos en describir sus propias versiones del paraíso una vez alcanzado, mi propósito se habrá cumplido.
Soy plenamente consciente del hecho de que, como economista profesional, estoy traspasando las fronteras de mi disciplina. Me motivan la importancia del tema y la convicción de que, en muchos asuntos, quienes miran hacia dentro desde afuera pueden contribuir igual que los de adentro con sus conversaciones entre sí. Me ocupo aquí de debates que, a través de los siglos, han sostenido filósofos eruditos, cuyas discusiones han debatido, a su vez, los especialistas. He leído algunas de estas obras primarias y secundarias, pero de ninguna manera todas. Hacerlo habría requerido que me convirtiera en filósofo de la política a costa de abandonar la base de mi propia disciplina. Como economista, soy un especialista en contratos, y entre mis colegas un punto de vista contractualista conlleva su propia defensa, una vez que se aceptan como material de base los valores individuales. A esos estudiosos, tempranos o tardíos, que han tratado de demoler las construcciones contractualistas, no les parecerá que mis esfuerzos responden a sus críticas. Ése no es mi objetivo, y los que rechazan de plano el enfoque contractualista no sacarán mucho en limpio de los intentos de clarificación de un economista.

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