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Quentin Skinner

editado por: Helton Adverse y Newton Bignotto


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Introducción

Quentin Skinner era un joven profesor de la Universidad de Cambridge cuando, en 1969, publicó en la revista History and Theory un artículo titulado "Significado y comprensión en la historia de las ideas". El texto llegaría a ser un hito en su carrera y se convertiría en una referencia para la generación que por entonces comenzaba a ocuparse de la historia del pensamiento político o, de modo más amplio, de la historia de las ideas. En ese artículo, Skinner atacaba la metodología que utilizaba la mayoría de los historiadores y que había influido en las investigaciones de buena parte de las universidades inglesas y norteamericanas. No dudaba en definir como mitología muchos de los métodos con los que había confrontado en su período de formación. Su propósito era mostrar que lo que aprendemos del pasado en el campo de la historia de las ideas está determinado por las opciones metodológicas de los investigadores. De manera directa, lo que pretendía decir es que, por detrás de la máscara de neutralidad que reivindican los historiadores, se esconden opciones teóricas que tienen un efecto directo en el modo en el que observan las obras del pasado. Para Skinner, no se trataba de ocupar un lugar de sobrevuelo capaz de reemplazar las metodologías anteriores postulando una ontología que sirviera de base para un abordaje totalizador del pasado. La crítica de Skinner apuntaba exactamente a lo contrario. Si no hay una posición absolutamente neutra a partir de la cual el historiador puede hablar, es necesario tomar conciencia de las limitaciones de todos los métodos y reflexionar acerca de ellas para escribir sobre el pasado desde un nuevo punto de vista.
El abanico de críticas que presentaba el texto era amplio, pero vale la pena citar tres objetivos del historiador. El primer ataque estaba dirigido a Leo Strauss, cuyo libro La persecución y el arte de escribir, publicado en 1952, era una referencia para muchos jóvenes que en la década de 1960 se iniciaban en la interpretación de grandes obras del pensamiento político. La idea de que algunos autores en situación de "persecución" se veían obligados a esconder sus ideas entre líneas era seductora y conducía, según Skinner, a extremos en la interpretación del significado de algunos escritos. A fin de cuentas, si solo unos pocos podían comprender lo que un libro decía, ya que la mayoría de los lectores apenas eran capaces de captar la superficie del escrito, las interpretaciones propuestas no eran pasibles de crítica porque estaban basadas en algo a lo que casi nadie tenía acceso. Es verdad que Strauss había dicho que ese método no podía ser usado siempre, y que su validez dependía de ciertas condiciones objetivas relativas al contexto en el que la obra había nacido. No obstante, el efecto era devastador pues llevaba a los jóvenes investigadores a separar a los intérpretes entre los que "no veían" lo que el texto escondía y los que eran capaces de "leer entre líneas" y que, por ello mismo, no podían ser criticados por los otros.
Un segundo objeto de las críticas de Skinner eran los historiadores que adoptaban el punto de vista de lo que definió como "mitología de las doctrinas". El pionero de esa posición habría sido Arthur Lovejoy, quien, en un artículo titulado "Reflexiones sobre la historia de las ideas", publicado en 1940 en Journal of the History of Ideas, había lanzado un verdadero manifiesto que convocaba a los historiadores a trazar la morfología de las doctrinas en todos los campos del conocimiento en los que ellas podrían haberse desarrollado. Para Skinner, desde ese punto de vista, las doctrinas se convierten en verdaderas entidades inmanentes a la historia. La habilidad que se requiere del historiador es la de ser un arqueólogo de las ideas, que no se concentrará en un campo de investigación determinado porque está convencido de que es posible descubrir los caminos, muchas veces intrincados, a través de los cuales las ideas se originaron y se difundieron.
Una tercera crítica de Skinner se dirigía a los estudiosos que creen que su tarea consiste en descubrir, por medio de un análisis riguroso, los puntos de coherencia que estructuran las grandes obras del pasado. En este caso, el presupuesto es que los grandes autores no pueden haber dejado de advertir las fallas en la argumentación que a menudo hoy podemos detectar en sus trayectorias. Por lo tanto, si queremos ser fieles al pasado, nos corresponde deslindar el enigma de las supuestas incoherencias de modo de reconstruir la obra en su integralidad argumentativa. Skinner llamó a ese método "mitología de la coherencia".
Los tres ejemplos anteriores son solo una muestra del campo al que se dirigían las críticas del historiador. Al atacar a sus predecesores, no se restringía a señalar las limitaciones de los investigadores; su propósito era valerse de las herramientas elaboradas por filósofos del lenguaje, en particular por Ludwig Wittgenstein, para transformar su propio campo de intereses. Ahora bien, hacia el final del artículo planteaba a sus lectores que era necesario abandonar la idea de que en la filosofía hay problemas perennes, y concentrarse en el hecho de que cada texto fue compuesto no solo dentro de un contexto histórico específico, sino también dentro de un contexto lingüístico, que contiene la clave para la comprensión del significado de las proposiciones que enuncia. Retomando la posición de Robin G. Collingwood, para quien no existen problemas perennes en filosofía, Skinner intentaba aplicar las herramientas que había aprendido a usar en sus años de formación para proponer un giro metodológico que marcó su campo de estudios en la segunda mitad del siglo XX, y que lo convirtió en un pensador insoslayable para todos los que se interesan en la historia del pensamiento o en la historia de las ideas.
El tono del artículo comentado es sobrio, si bien contiene provocaciones directas a muchos de sus predecesores y contemporáneos. En los años siguientes, Skinner multiplicó sus análisis sobre cuestiones metodológicas y refinó cada vez más su argumentación en torno a los puntos de vista que había planteado en 1969. Visto retrospectivamente, se puede decir que el primer texto resultó una especie de manifiesto fundacional de lo que más tarde se llamaría la Escuela de Cambridge. Con la publicación en 1975 del libro de J. G. A. Pocock El momento maquiavélico, el eje de ese movimiento, que revolucionaría la historia de las ideas, ya estaba fijado. Esos primeros pasos habían definido las principales características del Skinner lector. Si es natural que con el correr de los años se viese llevado a refinar y depurar sus posiciones metodológicas iniciales, fue a partir de ellas que se lanzó a la gran aventura de releer las obras fundamentales del pasado y relacionarlas no solo con el contexto histórico y lingüístico, sino también con otras obras del mismo período. Con ese recurso, en los años siguientes, Skinner mostraría ser no solo un lector notablemente erudito, sino, sobre todo, un lector capaz de abordar el pasado desde puntos de vista innovadores en relación con la historiografía clásica, a la que había criticado cuando aún era un joven profesor.
Para analizar los fundamentos de la manera en la que Skinner lee el pasado, dos capítulos del presente libro están dedicados a las relaciones con sus inspiraciones filosóficas y con sus compañeros de viaje en la historia de las ideas. En un primer momento, Jean-Fabien Spitz se dedica a mostrar no solo los elementos teóricos que Skinner toma del pensamiento de Wittgenstein, sino también el modo en que utiliza elementos conceptuales del libro de John Austin Cómo hacer cosas con palabras, publicado en 1955. Skinner se vale de tales referencias para afirmar lo que sería la primera gran tesis de la Escuela de Cambridge; a saber, que para comprender correctamente un enunciado es necesario considerar su "intención" y no solo sus elementos formales. Spitz muestra que los adeptos a la nueva historiografía también se dedican a defender una segunda tesis, según la cual la historia de las ideas políticas no es una historia de los conceptos, sino la historia de los usos discursivos de los conceptos.
Aun cuando la referencia a la Escuela de Cambridge se haya vuelto un lugar común de la historiografía contemporánea, esta escuela está lejos de constituir un bloque indiferenciado de autores. En un segundo momento, Helton Adverse se dedica a desentrañar las relaciones entre las dos figuras principales del movimiento, Skinner y Pocock, para poner de relieve los aspectos que definen la posición de Skinner como lector de textos del pasado. Después de analizar la contribución de los dos autores a la historia de las ideas, sus diferencias y convergencias, Adverse concluye: "En realidad, [la relación entre ambos investigadores] podría ser mejor descrita utilizando las imágenes del entrecruzamiento y la bifurcación. Los dos historiadores comparten los mismos preceptos metodológicos, pero los utilizan de modos muy diferentes, aunque no incompatibles".
Los dos capítulos siguientes, de Gabriel Pancera y Marie Gaille, remiten, inicialmente, a la obra que Skinner publicó en 1978, Los fundamentos del pensamiento político moderno. El libro fue un verdadero acontecimiento en el campo de la historia de las ideas. Allí, el historiador no solo despliega una erudición impresionante, sino que además pone en acción la revolución metodológica que postulaba. Por cierto, no eran los primeros textos que publicaba, pero la amplitud de la época estudiada -del surgimiento del humanismo italiano a la afirmación del calvinismo-, el rigor de los análisis y la originalidad del punto de vista metodológico causaron un efecto que hasta hoy no se ha agotado. El Skinner lector se mostraba de manera integral y hacía converger un perfecto conocimiento de la época estudiada con las apuestas que había llevado a cabo en el campo de la metodología. El libro marcó un hito en la historiografía de su época y también determinó de forma decisiva la carrera del autor, al catapultarlo hacia un lugar prominente tanto en el terreno de la historia de las ideas como en el campo de la filosofía política, una disciplina que ya no se podría practicar sin prestar atención a las transformaciones operadas por el historiador inglés.
Gabriel Pancera examina el papel que desempeñaron los estudios sobre el Renacimiento en el modo en que Skinner lee a autores del pasado. Siguiendo cuidadosamente a Skinner a lo largo de su recorrido por los autores y acontecimientos del período mencionado, Pancera logra situarse en el lugar de un crítico que se vale de muchas de las herramientas desarrolladas por nuestro autor para llevar a cabo la crítica de algunas de sus posiciones. En ese movimiento de aproximación y distanciamiento, Pancera nos conduce a través de los meandros de un texto que puso a Skinner en el centro del debate sobre la naturaleza del republicanismo renacentista y moderno. Poniendo de relieve sus elementos fuertes, como la recuperación que el autor hace del papel de la retórica en la vida política, pero también en el interior de los debates eruditos del período, el intérprete nos brinda un rico cuadro acerca del modo en que Skinner se hizo lector del pasado. La afirmación del lugar del lector que va en busca de la intención de los escritores del pasado, de la "ideología" que sostenía los vuelos teóricos de los pensadores renacentistas, y el estudio de la estructura argumentativa en relación con la pertenencia a su tiempo no son, sin embargo, instrumentos neutros. Como advierte Pancera, su uso a veces puede dificultar el acceso al texto original:

Porque si abordamos directamente la interpretación que Skinner hace del pensamiento político de determinado autor sin tener un contacto previo con el texto que intentamos comprender, corremos el riesgo de disolver ese texto en el interior de la estructura ideológica que el historiador se empeña en reconstruir. El esquema general termina prevaleciendo sobre la especificidad de cada autor.

Un autor respecto del cual es posible detectar los riesgos que señala Pancera es Maquiavelo. Varios participantes de la Escuela de Cambridge lo trataron como un pensador perteneciente a la tradición republicana, a la que habría renovado en el comienzo de la modernidad. Aun cuando Skinner no haya consagrado al secretario florentino más que un libro -Machiavelli, publicado en 1981-, se trata de uno de los autores más presentes en sus reflexiones de cuño político a lo largo de los años. Como muestra Marie Gaille en su capítulo, Skinner, al igual que Pocock, se valió de Maquiavelo para mostrar sobre qué se fundó el republicanismo moderno y cómo pudo desarrollarse a partir de esa base. En Los fundamentos del pensamiento político moderno, el pensador italiano aparece dentro del movimiento más amplio de creación y desarrollo del humanismo renacentista en su dimensión política, que, como señala Gaille, ya había sido estudiado por autores como Hans Baron y Felix Gilbert. Nuestro autor se reconoce explícitamente en la herencia de esos dos autores, pero conduce sus estudios en una dirección muy diferente de la de ellos, así como de la de Pocock. Si el republicanismo es lo que llama su atención en primer lugar y le proporciona un punto de vista para analizar la cuestión de los conflictos, el tema de la libertad es el que gobierna sus análisis la mayor parte del tiempo. La recuperación de este tema está, según Marie Gaille, al servicio de un proyecto más amplio, que revela toda la ambigüedad de la démarche de Skinner. De manera sorprendente, este se vale de Maquiavelo para fundamentar sus críticas al liberalismo de inspiración rawlsiana. Como muestra la autora: "Con ese Maquiavelo liberal-republicano, Skinner inventa para sí una suerte de camaradería compleja, incluso ambivalente, con un autor del pasado, en vistas de su aplicación en el presente".
Un libro dedicado al lector Skinner no podría terminar sin un capítulo dedicado a Hobbes. Si Maquiavelo fue el hilo conductor de nuestro autor hacia el interior del debate sobre el republicanismo, Hobbes es la marca cabal de su propia reflexión política. De hecho, como se puede observar en el capítulo escrito por Alberto de Barros, "su decisión de dedicarse al estudio de la obra hobbesiana obedeció a razones históricas y metodológicas". En ese sentido, el estudio de la obra de Hobbes fue (y continúa siendo) fundamental para el desarrollo y la reformulación de su innovadora propuesta metodológica y de su propio pensamiento político, sobre todo en lo que concierne a las cuestiones centrales de la filosofía política, como la soberanía, la libertad y el Estado. Más aún, Alberto de Barros muestra que la interpretación de Skinner -a pesar de sus contradicciones y dificultades- se consolidó como una lectura obligatoria para los estudiosos de Hobbes en la medida en que el historiador se volvió uno de sus "más atentos y competentes lectores".
En cierta ocasión -y en perfecta sintonía con su crítica metodológica y con su abordaje contextualista-, Skinner afirmó que una de las ventajas de la "crítica cultural posmoderna" consiste en que permite "incrementar nuestra conciencia de los aspectos puramente retóricos de la escritura y del discurso" y, de ese modo, "volvernos más sensibles respecto de las relaciones entre lenguaje y poder". Y, en el mismo contexto, concluye: "lo que el registro de la historia sugiere con fuerza es que nadie está por encima de la batalla, porque la batalla es todo lo que hay". Esperamos que este libro, al presentar la figura de Quentin Skinner como lector, logre ofrecer una idea clara de las armas y las estrategias que adopta cuando se interna en ese campo de batalla. En otras palabras, esperamos haber contribuido a explicitar sus intenciones, y qué es lo que hace cuando escribe una historia del pensamiento político.

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